jueves, 15 de marzo de 2012

LA LLEGADA DEL ANGELOI


El adiós es un gesto difícil, sobre todo si implica despedida, distancia, pérdida. Hay adioses temporales, pero también definitivos; y, en casi todos, sobre todo cuando no queremos o no estamos preparados para decirlo, siempre nos queda la honda sensación de una amarga tristeza.
Hoy quiero compartir con ustedes esta breve historia sobre esas despedidas que pueden marcar la vida para siempre.




     Es una casita anclada en una de las callejas que desembocan en la avenida principal del puerto. Todo en ella es antiguo. Aún así, sus vitrales conservan la magia de trocear la luz y proyectarla sobre el ajedrezado suelo, en una gama de colores invictos. Su fenotipo es de trópico, algún que otro huracán le ha borrado contornos que para muchos serían necesarios; pero a mí no me importa, lo esencial es invisible a los ojos, y lleva raíces tan firmes que nunca le faltará al paisaje.
    Este es mi universo. Podría decirse, que nos habitamos mutuamente. Dentro estoy yo, despidiendo al hombre que se va. Aún nadie me enseña a decir adiós. Luego lo ensayaré muchas veces frente al espejo, pero no aprenderé. Es un gesto difícil. Nunca me saldrá por mucho que lo intente, ahora lo sé, como también sé que tampoco se me dará el olvido. Pasarán lustros de a dos, tres… y siempre habitaré el instante del hombre que se marcha, por el tiempo en que se abren las flores de pascuas, las luces de la bombillería queman y brilla el asfalto mordido por el salitre. Lo veo inclinarse para besar mi frente, despeina mis cabellos y pellizca mi nariz; en tanto yo, revoltosa, surco su entrepierna de lado a lado, fluyo ligera, una y otra vez. Si suena el cañonazo de las nueve, a los quince minutos, se habrá ido. Antes me cargará en sus brazos y, entre mimos y sonrisas, caminará hasta la puerta. Un puchero entonces, nacido desde el fondo del instinto, me hará abrazarlo fuerte como temiendo no sé qué. Para intentar borrarlo me dirá al oído: «Mi niña valiente. Cuando el Angeloi llegue, estaré de regreso». Tal susurro subrayará la importancia del no reclamo, del silencio. Me iré desprendiendo poco a poco hasta soltar su cuello y, disciplinada, lo dejaré bajarme, no sin antes prenderme, suave, mientras me deslizo, de los botones verdes de su camisa. Uno de ellos caerá y habitará en mi mano, para siempre.
Y quedaré allí, en el umbral, inmóvil, sin decir adiós pero diciéndolo. Se alejará unos pasos y sus ojos inmensos dejarán su mirada dentro de la mía, clavada en lo más hondo. A ciencia cierta, nunca sabré quién es el Angeloi; pero alguna razón me hará esperarlo durante trescientos sesenta y cinco días, cada año.

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