Entonces me vi a mí misma en el fondo del río con los ojos abiertos de terror. El pánico fue cediendo poco a poco a un estado de calma que me permitía observar en el elemento acuoso aquellas ciudades desconocidas que no lograba identificar en mi memoria. Las calles disciplinadas de aquellas urbes tenían rostro, la cara de los antiguos dioses que las habían construido. Aquellas avenidas se me antojaron ríos, ríos que cambiaban su curso y tenían la roja consistencia de la sangre. Fue cuando comprendí que estaba viendo mi ciudad interior, aquello que habitaba dentro de mi cuerpo. Entonces, en la cúspide de mi visión, vislumbré una serpiente en posición de arco que abarcaba el cielo, y la sierpe era a su vez un arcoíris que estallaba en infinitud de fragmentos de vidrios energéticos en colores que matizaban las aguas de increíbles tonalidades marcando el inicio del clímax de toda la creación.
Dejé de sentir frío. Una voz desconocida me dijo que estaba en alineamiento con lo real-soñado. Estaba viendo con los ojos del Awuaté. El vegetal me prestaba su mirada para que pudiera observar más allá de mi percepción humana. Los «ojos del muerto» me procuraban mucho más que su visión, me obsequiaban correspondencias vibracionales desencadenando fuerzas que me hacían desarrollar una temperatura madre. Sí, porque ahí era donde estaba en ese momento, en el vientre cálido y protector de la naturaleza del poder. Me fue dado a vislumbrar en ese instante que, como en el aire, todo estaba escrito con grafía imperecedera en las capas espejeantes del agua. Podía atestiguar procesos infinitos de los conoceres de las ánimas de todos los tiempos. Presentía, de pronto, lo que decían los libros ya escritos y los que aún estaban por escribir, porque todo estaba impreso en los elementos para la posteridad, sólo había que saber cómo quitar los velos de lo que permanecía oculto a la vista de todos y descifrar los códigos inherentes a esos estados.