Hay en tus
ojos la terrible desnudez del cuerpo que me incluye,
un amor
interior que solamente se interroga
con la
contemplación que llevo en el desatino de mirarte…
mujer amada,
hilandera de
la lluvia doliente que saluda en mí a través de la nostalgia:
¿hay acaso
otra forma de asomarse a un misterio que hasta el juicio final
será el
color de la revelación en nuestras vidas?
Tú no
entiendes tus manos,
esas manos
con sus alas ceñidas al brasero del sueño…
pero a mí me
duele la caricia cercenada
por la
voluntad de un Dios que me hizo bruma opaca,
fantasma que
no puede dormir sin la dulzura de tu piel
gastándole
los bordes a los miedos,
triste arena
que se vuelve juguete de la brisa al bajar la marea…
pero tú eres
mi casa y tienes el olor a costumbre que te han dado mis hábitos:
–esas dulces
monedas que encienden con ternura los días que apagamos-.
(Porque soy
el invierno tanto como soy tus pasos,
y tu amor
derrite la nieve que mana de mi corazón entumecido por el aire).
Ya ves que
no puedo morir, porque estoy muerto…
sólo te
espero en mi mundo de fugitivas sombras cuando se cumpla el ciclo
y tu forma
de barro te despida.
Entonces
comprenderás que la existencia no acaba con el final del cuerpo
y que el
cuerpo no es más que aquella casa que al ausentarse nos recibe
en otro
cielo.