Dos cosas sí que amaba en la vida
el compadre Venancio: su mujer y la tierra. Cuando digo tierra, me refiero a
aquella que por derecho un día hubiera sido mía, pero que me quitaron. El
difunto Justiniano, ido hace muchos años y quién sabe si en gloria (por parte
de padre abuelo de él y por parte de nada algo mío), en nombre y títulos le dio
al Venancio en vida todo lo que tenía, y a mí me pasó por alto como si no
existiera. Tal determinación me azuzó el coraje. Juro que me empeñé en odiarlo,
a decir verdad, casi que lo logré y en justa causa, porque si alguien había
batallado de tú a tú, a lluvia y sol, con el cuero invicto de aquella tierra,
ése era yo.
Quiebrahacha era una región que,
de tan dura, mellaba a gusto el filo de lo que fuera. El viejo Justiniano bien
que lo decía: «Quiebrahacha tiene las
entrañas encallecidas y el alma casca». Todo en ella despuntaba a duras
penas, pero cuando lo lograba, era con un vigor atroz y un brillo acerado. Sus
colores eran fuertes y definidos, sin tonos medios. Tal es así, que el mismito
verde que veíamos allá, prendido de las hojas de los árboles, se repetía así de
idéntico en los frutos no hechos, en la hierba baja y hasta en los ojos de
algunos. Llovía de cuando en vez, una lluvia rápida, a chorros más gruesos que
el de las cañerías, con tal suerte, que si te adivinaba, dejaba un rastro de
moretones en la piel y un reconcomio del diablo; y demoraba en caer casi el
mismo tiempo que tardaba en agotarse el agua de los pozos. Durante el día,
hacía un sol de perros, que descueraba la piel y ulceraba el estómago. Luego,
llegaba una noche fresca como a modo de tregua, con un cielo bien limpio y una
luna grande y un montón de estrellas. A veces ni dormíamos tratando de
estirarla, pero era intento vano, la noche nos llegaba y a la vez se escurría
tal como la lluvia: rápida y a chorros. Nadie en Quiebrahacha era semilla
vieja. Los viejos que veíamos ya habían llegado viejos, y de tan viejos, olvidaron
la edad. No se conocía un nacimiento y tampoco una muerte. Es que allá todo
costaba gran trabajo: hasta nacer, envejecer o morir. Entre vecinos, la gente
era algo fría y distante; nadie hablaba si no era necesario, pero cuando lo
hacían, aquello se volvía una confrontación al rojo vivo y casi siempre para
ajustar alguna que otra cuenta. Todos, de cierta forma, habían llegado huyendo
de algún sitio. Acaso eso los hacía mirarse por encima del hombro y aferrarse a
la tierra, o tal vez era por aquella historia en común que no tenían, o quién
sabe, si como Quiebrahacha, ya venían con las entrañas encallecidas y el alma
casca.