jueves, 8 de octubre de 2020

QUISIERA DEJAR DE SER AQUELLA...

 

Quisiera hoy dejar de ser aquella

que confundía octubre con tu risa

que fabricaba el pan de tu mirada

y te zurcía el cansancio de la prisa.

 

Quisiera arder de fiebres imposibles

y negar el quehacer difícil de la espina

para que no me duela el alba de este sábado

ni tu nombre caído en la ceniza.

 

Pero sigo desnuda contando las estrellas

y tu noche en mis ojos pasa desconocida,

qué olvido tan violento parecido a una piedra:

 me devuelve el golpe hiriéndome en mí misma.

lunes, 5 de octubre de 2020

MEDCEZIR

 

Ben Jochai cerró la tienda de antigüedades antes de lo acostumbrado. El reloj de la Catedral marcaba las seis de la tarde cuando oscuros y densos nubarrones, en dirección al norte, presagiaban tormenta. Pasados unos instantes, el clamor del cielo embravecido llegó con las primeras gotas de agua que repiqueteaban en un sonido monocorde contra el cristal del ventanal entreabierto. A paso apresurado se dispuso a trancarlo mientras observaba, a lo lejos, del otro lado de la plaza, el ritmo cadencioso de los eclesiásticos que se desplazaban por las naves laterales de la iglesia en dirección a la sacristía. Los fuertes vientos habían tumbado el tendido eléctrico de la cuadra por lo que la escasa luz que alumbraba la habitación provenía de unas velas perfumadas situadas en una pequeña mesa de caoba adosada a la estantería de libros. El mobiliario personal era escaso, pero servía adecuadamente a sus propósitos y a los de su hijo.

El pequeño Medcezir, de apenas siete años, practicaba la caligrafía con trazos firmes y seguros en un diminuto cuaderno que su padre le había obsequiado para ese fin. Con una gran disciplina y entrega, imitaba los complicados jeroglíficos del ejemplar de turno con una maestría impropia para su edad y para sus conocimientos sobre las lenguas muertas. De pronto, se distrajo de su labor y dijo:

 —Padre… ¿podrías traducirme lo que he escrito?

 Ben Jochai alzó la vista por encima de sus espejuelos y dejó de clavar en el techo por donde filtraba una gotera. Bajó de la escalera con una sonrisa, se acercó al pequeño y examinó las líneas perfectamente duplicadas.

QUIEBRAHACHA

 

Dos cosas sí que amaba en la vida el compadre Venancio: su mujer y la tierra. Cuando digo tierra, me refiero a aquella que por derecho un día hubiera sido mía, pero que me quitaron. El difunto Justiniano, ido hace muchos años y quién sabe si en gloria (por parte de padre abuelo de él y por parte de nada algo mío), en nombre y títulos le dio al Venancio en vida todo lo que tenía, y a mí me pasó por alto como si no existiera. Tal determinación me azuzó el coraje. Juro que me empeñé en odiarlo, a decir verdad, casi que lo logré y en justa causa, porque si alguien había batallado de tú a tú, a lluvia y sol, con el cuero invicto de aquella tierra, ése era yo.

Quiebrahacha era una región que, de tan dura, mellaba a gusto el filo de lo que fuera. El viejo Justiniano bien que lo decía: «Quiebrahacha tiene las entrañas encallecidas y el alma casca». Todo en ella despuntaba a duras penas, pero cuando lo lograba, era con un vigor atroz y un brillo acerado. Sus colores eran fuertes y definidos, sin tonos medios. Tal es así, que el mismito verde que veíamos allá, prendido de las hojas de los árboles, se repetía así de idéntico en los frutos no hechos, en la hierba baja y hasta en los ojos de algunos. Llovía de cuando en vez, una lluvia rápida, a chorros más gruesos que el de las cañerías, con tal suerte, que si te adivinaba, dejaba un rastro de moretones en la piel y un reconcomio del diablo; y demoraba en caer casi el mismo tiempo que tardaba en agotarse el agua de los pozos. Durante el día, hacía un sol de perros, que descueraba la piel y ulceraba el estómago. Luego, llegaba una noche fresca como a modo de tregua, con un cielo bien limpio y una luna grande y un montón de estrellas. A veces ni dormíamos tratando de estirarla, pero era intento vano, la noche nos llegaba y a la vez se escurría tal como la lluvia: rápida y a chorros. Nadie en Quiebrahacha era semilla vieja. Los viejos que veíamos ya habían llegado viejos, y de tan viejos, olvidaron la edad. No se conocía un nacimiento y tampoco una muerte. Es que allá todo costaba gran trabajo: hasta nacer, envejecer o morir. Entre vecinos, la gente era algo fría y distante; nadie hablaba si no era necesario, pero cuando lo hacían, aquello se volvía una confrontación al rojo vivo y casi siempre para ajustar alguna que otra cuenta. Todos, de cierta forma, habían llegado huyendo de algún sitio. Acaso eso los hacía mirarse por encima del hombro y aferrarse a la tierra, o tal vez era por aquella historia en común que no tenían, o quién sabe, si como Quiebrahacha, ya venían con las entrañas encallecidas y el alma casca.