lunes, 5 de octubre de 2020

QUIEBRAHACHA

 

Dos cosas sí que amaba en la vida el compadre Venancio: su mujer y la tierra. Cuando digo tierra, me refiero a aquella que por derecho un día hubiera sido mía, pero que me quitaron. El difunto Justiniano, ido hace muchos años y quién sabe si en gloria (por parte de padre abuelo de él y por parte de nada algo mío), en nombre y títulos le dio al Venancio en vida todo lo que tenía, y a mí me pasó por alto como si no existiera. Tal determinación me azuzó el coraje. Juro que me empeñé en odiarlo, a decir verdad, casi que lo logré y en justa causa, porque si alguien había batallado de tú a tú, a lluvia y sol, con el cuero invicto de aquella tierra, ése era yo.

Quiebrahacha era una región que, de tan dura, mellaba a gusto el filo de lo que fuera. El viejo Justiniano bien que lo decía: «Quiebrahacha tiene las entrañas encallecidas y el alma casca». Todo en ella despuntaba a duras penas, pero cuando lo lograba, era con un vigor atroz y un brillo acerado. Sus colores eran fuertes y definidos, sin tonos medios. Tal es así, que el mismito verde que veíamos allá, prendido de las hojas de los árboles, se repetía así de idéntico en los frutos no hechos, en la hierba baja y hasta en los ojos de algunos. Llovía de cuando en vez, una lluvia rápida, a chorros más gruesos que el de las cañerías, con tal suerte, que si te adivinaba, dejaba un rastro de moretones en la piel y un reconcomio del diablo; y demoraba en caer casi el mismo tiempo que tardaba en agotarse el agua de los pozos. Durante el día, hacía un sol de perros, que descueraba la piel y ulceraba el estómago. Luego, llegaba una noche fresca como a modo de tregua, con un cielo bien limpio y una luna grande y un montón de estrellas. A veces ni dormíamos tratando de estirarla, pero era intento vano, la noche nos llegaba y a la vez se escurría tal como la lluvia: rápida y a chorros. Nadie en Quiebrahacha era semilla vieja. Los viejos que veíamos ya habían llegado viejos, y de tan viejos, olvidaron la edad. No se conocía un nacimiento y tampoco una muerte. Es que allá todo costaba gran trabajo: hasta nacer, envejecer o morir. Entre vecinos, la gente era algo fría y distante; nadie hablaba si no era necesario, pero cuando lo hacían, aquello se volvía una confrontación al rojo vivo y casi siempre para ajustar alguna que otra cuenta. Todos, de cierta forma, habían llegado huyendo de algún sitio. Acaso eso los hacía mirarse por encima del hombro y aferrarse a la tierra, o tal vez era por aquella historia en común que no tenían, o quién sabe, si como Quiebrahacha, ya venían con las entrañas encallecidas y el alma casca.

 Esto fue al principio, cuando de Quiebrahacha cualquiera que llegaba se servía el trozo que le viniera en ganas, sin disputárselo, así no más. Hay que ver, fue por esa época que de tan extensa hasta perdió los lindes, pero al final le apeñuscaron tanto que la volvieron insuficiente, y ya cuando llegaron los últimos, se acabó la tierra.

Por ese mismo tiempo llegué a La Macurijes, o al menos, eso le oí al viejo Justiniano. A ciencia cierta, nunca comprendí el vínculo que en verdad nos unía y nunca pregunté. Pero entre el viejo y yo había un lazo fuerte. Aun cuando el Venancio estaba hecho en sangre y vista a su imagen y semejanza, con toda su heredad de altura y músculos, nada llevaba él del espíritu de un Puriales. Y en un sitio como aquel, decir Justiniano Puriales, era como mentar a dios y al diablo a un mismo tiempo.

Si es que hasta yo, que vivía bajo su mismo techo, me entraba un no sé qué cuando lo tenía enfrente. El sólo hecho de verlo erizaba la piel y desenvainaba el miedo; al punto, que si te miraba fijo por más de tres segundos, te subía por los pies un frío de muerte, como si todita el alma se te fuera y quedara ahí, atrapada, en los grises invictos de sus ojos. Andaba siempre emplumado, decía que eran plumas de paují, aunque todos lo dudaban nadie se atrevía a contrariarlo. Quizá es que en el fondo temían a La Olla, esa que escondía a la vista de todos entre dos grandes piedras. Decían que allí revolvía las suertes, luego que apresaba las almas en sus ojos. Hasta donde sé, estaban más que convencidos de que el viejo, así, como quien no quiere las cosas, echaba un vistazo para dentro y las arrojaba de una en una, hasta vaciar por completo la mirada. Luego, cuando ya la dejaba bien limpia de los otros, entonces agitaba de a poquito el cucharón, hasta arrancarle al fondo aquel crujido de huesos que dejaba, al que cayera, enfermo de malandanza.

Eso decía la gente, y la gente siempre dice, aunque no abran la boca. Lo hablaban por la época en que Quiebrahacha sepultó sus silencios y destapó sus rumores. Sí, porque después fue un pueblo de rumores. Por aquí y por allá, dejaban el ambiente tibio de palabras. Y yo, que no soy de saber mucho, me quedaba atento al aire a ver lo que me traía. Me enteré, por ejemplo, de que el correo fluvial que nos comunicaba con la comarca vecina, también había sido idea del viejo, por el tiempo en que yo aún no pasaba la altura de una guataca. Claro, que lo que se decía fluvial…, fluvial no era, porque allí, por donde debía correr ancho y despacioso el río, la tierra se había chupado todita el agua y solo quedaba un gran trillo, grisáceo, trazado por los guijarros y los cantos rodados de lo que antes fuera el lecho. Al parecer, este detalle nadie lo tuvo en cuenta y todos votaron a favor de aquel correo improvisado, que iba y venía con mensajes para y hacia ninguna parte.  A fin de cuentas, decían que lo importante no era la comunicación, sino que el pueblo tenía correo, y, por si fuera poco: fluvial, algún día crecería el río.

El viejo, caray… fue una lástima que muriera. Después de él, se empezaron a ir todos, aquellos, los sin edad. Lo lloré por mucho tiempo, claro, bien bajito y para adentro. Esto, porque dicen los que saben que los hombres no lloran y uno debe hacerle caso a los que saben. También, con ojos de susto y voz que ni se oye, aseguran que las paredes tienen oídos; por eso, me contuve estando solo. Bien que no es cosa fácil, pero se aprende de a poquito y con el tiempo. Antes lloraba por cualquier cosa, o al menos, por casi todo. Pero cada vez que lo hacía, el viejo, a golpe de tranca, me devolvía las lágrimas para adentro. Era una experiencia amarga, y no por los moretones y magulladuras que me dejaba con su saña en todo el cuerpo, sino porque de pronto, me sorprendía sin saber qué hacer con tanto llanto. Es que todo el lagrimeo se me atoraba en la garganta y entonces se me hacía difícil el respiro. ¿Acaso nadie lo entendía? Pero volvía a darme otra tranca, esta vez, por mis entendederas. Justo ahí pasaba del blanco al rojo, del rojo al cárdeno y luego al negro. Era lo que me decía el Venancio todo desternillado por el suelo. Sí, porque siempre se reía de mí y de mi mala suerte. Claro, como a él nunca lo pillaban, yo recibía ración doble de palizas. Hasta me llegó a decir que el viejo me había zumbado el alma para el caldero. Yo me esforcé por no creerle, si hasta nos fuimos a las manos. Pero, como yo no soy de saber mucho, por ahí me pinchó la duda si a lo mejor, en una de esas, que lo miré de cerquita…

Por eso, el día que llovió grande, por más tiempo y a menos chorros, quise preguntarle al viejo. El pobre, estaba tan feliz con la crecida de las aguas que nos llamó a mí y al Venancio, con ilusión, para que viéramos. Allí quedamos, detrás de la ventana, bien quietecitos, mirando del cielo al lecho: primero, un charquito por allá; luego, unas ranitas por acá; al cabo, una gran suma de agüitas… aplausos, vivas, y después… nada; de repente, dejó de llover. Por eso no pudo decirme, fue tanta la emoción que se cayó redondo al suelo. Bien que se puso malo el viejo. Allá le hicimos la rayada de papa y el cocimiento de toronjil con gotas de valeriana que le mandó el doctor. Cada vez que le venía el susto al pecho corríamos a plantarle aquellas pastillitas medio blancas debajo de la lengua. Así se fue curando de a poquito.

A modo de gastarle un poco el tiempo, yo le contaba. Le llenaba sus tardes y sus noches de palabras. Algunas me las traía el aire; otras, me las inventaba. Le hablaba, por ejemplo, de historias de las que nunca supe porque, a decir verdad, nunca existieron; de los resabios de la tierra de la Colina del Cadalso para donde iba a buscarle sus remedios; y de los catres de lona, apiñados entre los árboles, de los que iban llegando y se quedaron sin tierra. Ya cuando caía la noche tocaba hablar del Venancio, de cómo nos había abandonado para ir detrás de la india, hermosa y encabritada, que olía a paca de tabaco recién llovida. También le hablaba de mi guataca, de cómo había logrado amansar los viejos surcos y extirpar las malas hierbas. En fin, de todo esto le hablaba para llenar los silencios, hasta aquella madrugada que tuvo otra recaída y volvió a venir el doctor. Ahí mismito me enteré de que toda La Macurijes era para el Venancio. Yo me esforcé por no creerle. ¿Pasarme así por alto como si no existiera?

Por eso, aquella tarde que volvió a llover grande, quise preguntarle al viejo. El pobre, estaba tan feliz que le vino el susto al pecho. Yo corrí a plantarle la pastilla debajo de la lengua, pero algo me detuvo. Es que me pinchó la duda. Y como yo no soy de saber mucho, casi ni me di cuenta de que apenas podía hablar y de que llevaba los ojos de reverso. Mira que se veía mal, pasando del blanco al rojo, del rojo al cárdeno y luego al negro. Igualitico que yo, cuando él me metía las lágrimas para adentro. Pero me dolía verlo así. Por eso, para no sufrirlo, me viré de espaldas. Me quedé allí, quietecito, detrás de la ventana, contándole. Primero un charquito por allá…; al cabo, una gran suma de agüitas y después, el río.


Martha Jacqueline Iglesias Herrera

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