lunes, 5 de octubre de 2020

MEDCEZIR

 

Ben Jochai cerró la tienda de antigüedades antes de lo acostumbrado. El reloj de la Catedral marcaba las seis de la tarde cuando oscuros y densos nubarrones, en dirección al norte, presagiaban tormenta. Pasados unos instantes, el clamor del cielo embravecido llegó con las primeras gotas de agua que repiqueteaban en un sonido monocorde contra el cristal del ventanal entreabierto. A paso apresurado se dispuso a trancarlo mientras observaba, a lo lejos, del otro lado de la plaza, el ritmo cadencioso de los eclesiásticos que se desplazaban por las naves laterales de la iglesia en dirección a la sacristía. Los fuertes vientos habían tumbado el tendido eléctrico de la cuadra por lo que la escasa luz que alumbraba la habitación provenía de unas velas perfumadas situadas en una pequeña mesa de caoba adosada a la estantería de libros. El mobiliario personal era escaso, pero servía adecuadamente a sus propósitos y a los de su hijo.

El pequeño Medcezir, de apenas siete años, practicaba la caligrafía con trazos firmes y seguros en un diminuto cuaderno que su padre le había obsequiado para ese fin. Con una gran disciplina y entrega, imitaba los complicados jeroglíficos del ejemplar de turno con una maestría impropia para su edad y para sus conocimientos sobre las lenguas muertas. De pronto, se distrajo de su labor y dijo:

 —Padre… ¿podrías traducirme lo que he escrito?

 Ben Jochai alzó la vista por encima de sus espejuelos y dejó de clavar en el techo por donde filtraba una gotera. Bajó de la escalera con una sonrisa, se acercó al pequeño y examinó las líneas perfectamente duplicadas.

 —Habla de una historia legendaria, de actos mágicos y relatos sugestivos sobre las almas de los difuntos —Luego miró la cara interesada de su hijo y añadió—: Esto es todo lo que puedo decirte Medcezir, pero algún día serás tú quien me traduzcas lo que yo no podré ver. Ahora, descansa un poco para que no te dañes la vista. Dentro de un rato prepararé la cena.

—No, padre. No me mienta. Eso no es lo que dice el manuscrito… —dijo el niño con una firme determinación.

 El padre se le quedó mirando fijamente con un gesto de asombro:

 —Y se puede saber, jovencito, ¿de qué habla?

—Habla de Menipo… de cómo tuvo que cavar un hoyo en un terreno pantanoso para rociarlo con la sangre de los humanos que le habían ordenado degollar.

 A Ben Jochai se le entrecortó la respiración.

 —Hijo, ¿dónde has aprendido eso? —preguntó sujetándolo por los hombros con el ánimo completamente turbado.

—En los manuscritos padre, puedo entender lo que dicen. ¿Me dejas ver el libro que has guardado bajo llave? ¿El que trajo el forastero hoy?

—Ese no es un libro apto para menores. Ven, si es verdad que entiendes lenguas de las que no tenías conocimientos, tradúceme este texto.


Ben Jochai tomó un diminuto libro de la estantería y le señaló las dos primeras oraciones.

El niño dijo con voz grave:

 —“Muchos son los llamados y pocos los escogidos. También los astros buenos lucirán su bondad sobre los vivos y sobre los muertos”.

 Ben Jochai cayó de rodillas frente a su hijo. Lo abrazó con fuerza y lloró, lloró como no lo hacía desde que la madre de Medcezir muriera.

 —Está bien, hijo. Prometo que a partir de mañana tendré nuevas tareas para ti. Quehaceres que estén a la altura de tu inteligencia. Dime… ¿le has contado esto a alguien?

—No —dijo el pequeño.

—No debes comentar esto con nadie ―dijo cogiéndolo por los hombros―. ¿Me entiendes? Ahora ve, descansa.

Cuando el pequeño se acostó en el catre, Ben Jochai lo miró con orgullo. Todavía no lo podía creer. Su hijo era un prodigio.

Así estuvo largo rato observando al chiquillo.

Luego, con una impaciencia que ya no podía disimular, se sentó en la butaca y quedó contemplando el antiquísimo ejemplar que en la mañana había dejado el extranjero. Lo pesó con ambas manos, acarició su lomo y por último lo besó hasta dejarlo sobre el escritorio. Auxiliándose de una lupa examinó las lujosas tapas, perfectamente cuidadas, que tenían incrustaciones de un metal desconocido y una serie de grabados en oro. Como pudo comprobar, ya sin asombro, las hojas del libro eran impermeables al agua, al fuego y al aire. A medida que iba traduciendo las palabras escritas en latín, un escalofrío acompañado de una rara agitación iba recorriendo su cuerpo.

No lejos de allí, sobre la terraza del edificio de enfrente, unos pájaros empezaron a caer muertos al tiempo que una extraña luz aparecía en el cielo. Uno de ellos, desorientado, chocó de forma estridente contra el cristal de la ventana de Ben Jochai, haciendo añicos los cristales, mientras el anticuario leía un pasaje especialmente sensible. La impresión recibida hizo que su corazón dejara de latir al instante. Ben Jochai cayó hacia adelante, sobre las páginas abiertas del libro, con la cabeza ladeada.

En la pequeña tienda, mientras tanto, el ruido del cristal roto llamó la atención de Medcezir que se acercó a su padre muerto. Se quedó de pie, mirando sus ojos sin vida y abiertos de terror. Acto seguido, cogió el ansiado libro. Se acercó a la ventana y luego se sentó al lado de Ben Jochai.

—No te preocupes padre… ahora que ya no puedes ver, yo traduciré para ti.


Martha Jacqueline Iglesias Herrera

 

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