Ben
Jochai cerró la tienda de antigüedades antes de lo acostumbrado. El reloj de la
Catedral marcaba las seis de la tarde cuando oscuros y densos nubarrones, en
dirección al norte, presagiaban tormenta. Pasados unos instantes, el clamor del
cielo embravecido llegó con las primeras gotas de agua que repiqueteaban en un
sonido monocorde contra el cristal del ventanal entreabierto. A paso apresurado
se dispuso a trancarlo mientras observaba, a lo lejos, del otro lado de la
plaza, el ritmo cadencioso de los eclesiásticos que se desplazaban por las
naves laterales de la iglesia en dirección a la sacristía. Los fuertes vientos
habían tumbado el tendido eléctrico de la cuadra por lo que la escasa luz que
alumbraba la habitación provenía de unas velas perfumadas situadas en una
pequeña mesa de caoba adosada a la estantería de libros. El mobiliario personal
era escaso, pero servía adecuadamente a sus propósitos y a los de su hijo.
El pequeño Medcezir, de apenas siete años, practicaba la caligrafía con trazos firmes y seguros en un diminuto cuaderno que su padre le había obsequiado para ese fin. Con una gran disciplina y entrega, imitaba los complicados jeroglíficos del ejemplar de turno con una maestría impropia para su edad y para sus conocimientos sobre las lenguas muertas. De pronto, se distrajo de su labor y dijo:
—No,
padre. No me mienta. Eso no es lo que dice el manuscrito… —dijo el niño con una
firme determinación.
—Habla
de Menipo… de cómo tuvo que cavar un hoyo en un terreno pantanoso para rociarlo
con la sangre de los humanos que le habían ordenado degollar.
—En
los manuscritos padre, puedo entender lo que dicen. ¿Me dejas ver el libro que
has guardado bajo llave? ¿El que trajo el forastero hoy?
—Ese
no es un libro apto para menores. Ven, si es verdad que entiendes lenguas de
las que no tenías conocimientos, tradúceme este texto.
Ben
Jochai tomó un diminuto libro de la estantería y le señaló las dos primeras
oraciones.
El niño dijo con voz grave:
—No
—dijo el pequeño.
—No
debes comentar esto con nadie ―dijo cogiéndolo por los hombros―. ¿Me entiendes?
Ahora ve, descansa.
Cuando el pequeño se acostó en el catre, Ben Jochai lo miró con orgullo. Todavía no lo podía creer. Su hijo era un prodigio.
Así estuvo largo rato observando al chiquillo.
Luego, con una impaciencia que ya no podía disimular, se sentó en la butaca y quedó contemplando el antiquísimo ejemplar que en la mañana había dejado el extranjero. Lo pesó con ambas manos, acarició su lomo y por último lo besó hasta dejarlo sobre el escritorio. Auxiliándose de una lupa examinó las lujosas tapas, perfectamente cuidadas, que tenían incrustaciones de un metal desconocido y una serie de grabados en oro. Como pudo comprobar, ya sin asombro, las hojas del libro eran impermeables al agua, al fuego y al aire. A medida que iba traduciendo las palabras escritas en latín, un escalofrío acompañado de una rara agitación iba recorriendo su cuerpo.
No lejos de allí, sobre la terraza del edificio de enfrente, unos pájaros empezaron a caer muertos al tiempo que una extraña luz aparecía en el cielo. Uno de ellos, desorientado, chocó de forma estridente contra el cristal de la ventana de Ben Jochai, haciendo añicos los cristales, mientras el anticuario leía un pasaje especialmente sensible. La impresión recibida hizo que su corazón dejara de latir al instante. Ben Jochai cayó hacia adelante, sobre las páginas abiertas del libro, con la cabeza ladeada.
En la pequeña tienda, mientras tanto, el ruido del cristal roto llamó la atención de Medcezir que se acercó a su padre muerto. Se quedó de pie, mirando sus ojos sin vida y abiertos de terror. Acto seguido, cogió el ansiado libro. Se acercó a la ventana y luego se sentó al lado de Ben Jochai.
—No te preocupes padre… ahora que ya no puedes ver, yo traduciré para ti. ♥
Martha Jacqueline Iglesias Herrera
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