jueves, 10 de diciembre de 2020

HABANA





Cuando en el suelo aún no se dibujan sombras,
y quedan vestigios de humedad en los árboles,
amo el andar por ti… mi Habana.

Es que en ese instante tan efímero
donde vas despertando poco a poco
y tu entumido cuerpo que reposa
va entreabriendo sus párpados cerrados
es cuando aspiro y hueles a esos siglos
de suave aroma y resplandor innato.

Ya en tus ojos abiertos no hay descanso,
pero… qué grato recorrerte toda
sin límites de tiempo y de distancias,
marcando el paso por tus puntos cardinales
la multitud que fluye en tus arterias
te da esa vida… como a ninguna otra.

Habana Vieja y Colonial, eres historia,
perpetuamente en tus muros desdoblada,
no existe ni un rincón que no conozca
de tus claroscuros detallados,
porque aún las luces que no hieren
las barriadas de tu seno marginadas,
no magullan ni restan a tu encanto,
la belleza febril que te acompaña.

lunes, 16 de noviembre de 2020

EL FUEGO DE TU EMBRUJO

 (La lluvia se muere gota a gota

el beso se me cae entre los labios,

tu piel -a punto- resbala por mi boca

y tu lengua es un potro desbocado).

 

Aquí te espero en la esquina del frío

en esta noche de otoño demorada

probándome tu nombre como abrigo

y cosiendo tu abrazo en mi almohada.

 

No importa que muera de algún celo

ni de mirar tus ojos tan desnudos,

si siempre vas viniendo como quiero

quemándome en el fuego de tu embrujo.

 

domingo, 15 de noviembre de 2020

TENGO

 

Tengo un pecado maduro, casi fiero,

desnudándome el cuerpo… mi guerrero,

con un vicio de fuego milenario.

 

Tengo tu boca mordiéndome la carne,

rozándome -de sur a norte- la locura,

tengo un gusto en la piel que sabe a amarte,

que se quedó prendido en mi cintura.

 

Tengo tu nombre clavado en la garganta

y un beso que de lejos me perdura,

un te quiero sahumado por las horas

y tu abrazo que la calma me procura.

 

Tengo este verso hilado por el viento

en el pecho de estar, en tu figura,

tengo una sed de siempre y yo sí puedo

atentando con el goce a tu cordura.

 

jueves, 8 de octubre de 2020

QUISIERA DEJAR DE SER AQUELLA...

 

Quisiera hoy dejar de ser aquella

que confundía octubre con tu risa

que fabricaba el pan de tu mirada

y te zurcía el cansancio de la prisa.

 

Quisiera arder de fiebres imposibles

y negar el quehacer difícil de la espina

para que no me duela el alba de este sábado

ni tu nombre caído en la ceniza.

 

Pero sigo desnuda contando las estrellas

y tu noche en mis ojos pasa desconocida,

qué olvido tan violento parecido a una piedra:

 me devuelve el golpe hiriéndome en mí misma.

lunes, 5 de octubre de 2020

MEDCEZIR

 

Ben Jochai cerró la tienda de antigüedades antes de lo acostumbrado. El reloj de la Catedral marcaba las seis de la tarde cuando oscuros y densos nubarrones, en dirección al norte, presagiaban tormenta. Pasados unos instantes, el clamor del cielo embravecido llegó con las primeras gotas de agua que repiqueteaban en un sonido monocorde contra el cristal del ventanal entreabierto. A paso apresurado se dispuso a trancarlo mientras observaba, a lo lejos, del otro lado de la plaza, el ritmo cadencioso de los eclesiásticos que se desplazaban por las naves laterales de la iglesia en dirección a la sacristía. Los fuertes vientos habían tumbado el tendido eléctrico de la cuadra por lo que la escasa luz que alumbraba la habitación provenía de unas velas perfumadas situadas en una pequeña mesa de caoba adosada a la estantería de libros. El mobiliario personal era escaso, pero servía adecuadamente a sus propósitos y a los de su hijo.

El pequeño Medcezir, de apenas siete años, practicaba la caligrafía con trazos firmes y seguros en un diminuto cuaderno que su padre le había obsequiado para ese fin. Con una gran disciplina y entrega, imitaba los complicados jeroglíficos del ejemplar de turno con una maestría impropia para su edad y para sus conocimientos sobre las lenguas muertas. De pronto, se distrajo de su labor y dijo:

 —Padre… ¿podrías traducirme lo que he escrito?

 Ben Jochai alzó la vista por encima de sus espejuelos y dejó de clavar en el techo por donde filtraba una gotera. Bajó de la escalera con una sonrisa, se acercó al pequeño y examinó las líneas perfectamente duplicadas.

QUIEBRAHACHA

 

Dos cosas sí que amaba en la vida el compadre Venancio: su mujer y la tierra. Cuando digo tierra, me refiero a aquella que por derecho un día hubiera sido mía, pero que me quitaron. El difunto Justiniano, ido hace muchos años y quién sabe si en gloria (por parte de padre abuelo de él y por parte de nada algo mío), en nombre y títulos le dio al Venancio en vida todo lo que tenía, y a mí me pasó por alto como si no existiera. Tal determinación me azuzó el coraje. Juro que me empeñé en odiarlo, a decir verdad, casi que lo logré y en justa causa, porque si alguien había batallado de tú a tú, a lluvia y sol, con el cuero invicto de aquella tierra, ése era yo.

Quiebrahacha era una región que, de tan dura, mellaba a gusto el filo de lo que fuera. El viejo Justiniano bien que lo decía: «Quiebrahacha tiene las entrañas encallecidas y el alma casca». Todo en ella despuntaba a duras penas, pero cuando lo lograba, era con un vigor atroz y un brillo acerado. Sus colores eran fuertes y definidos, sin tonos medios. Tal es así, que el mismito verde que veíamos allá, prendido de las hojas de los árboles, se repetía así de idéntico en los frutos no hechos, en la hierba baja y hasta en los ojos de algunos. Llovía de cuando en vez, una lluvia rápida, a chorros más gruesos que el de las cañerías, con tal suerte, que si te adivinaba, dejaba un rastro de moretones en la piel y un reconcomio del diablo; y demoraba en caer casi el mismo tiempo que tardaba en agotarse el agua de los pozos. Durante el día, hacía un sol de perros, que descueraba la piel y ulceraba el estómago. Luego, llegaba una noche fresca como a modo de tregua, con un cielo bien limpio y una luna grande y un montón de estrellas. A veces ni dormíamos tratando de estirarla, pero era intento vano, la noche nos llegaba y a la vez se escurría tal como la lluvia: rápida y a chorros. Nadie en Quiebrahacha era semilla vieja. Los viejos que veíamos ya habían llegado viejos, y de tan viejos, olvidaron la edad. No se conocía un nacimiento y tampoco una muerte. Es que allá todo costaba gran trabajo: hasta nacer, envejecer o morir. Entre vecinos, la gente era algo fría y distante; nadie hablaba si no era necesario, pero cuando lo hacían, aquello se volvía una confrontación al rojo vivo y casi siempre para ajustar alguna que otra cuenta. Todos, de cierta forma, habían llegado huyendo de algún sitio. Acaso eso los hacía mirarse por encima del hombro y aferrarse a la tierra, o tal vez era por aquella historia en común que no tenían, o quién sabe, si como Quiebrahacha, ya venían con las entrañas encallecidas y el alma casca.