Por Stefan Zweig.
Yo amo a aquellos que no saben vivir más que para
desaparecer, porque ésos son los que pasan al otro lado.
NIETZSCHE
Las tres épicas
figuras de Hölderlin, Kleist y Nietzsche tienen extrañas afinidades en los
destinos de su existencia. Los tres, arrancados de su propio ser por una
fuerza poderosísima y en cierto modo ultramundana, son arrojados a un
calamitoso torbellino de pasión. Los tres terminan prematuramente su vida, con
el espíritu destrozado y un mortal envenenamiento en los sentidos. Los tres
terminan en la locura o en el suicidio. Los tres parece que viven bajo el mismo
signo del Horóscopo. Los tres pasan por el mundo cual rápido y luminoso
meteoro, ajenos a su época, incomprendidos por su generación, para sumergirse
después en la misteriosa noche de su misión. Ignoran adónde van; salen del
Infinito para hundirse de nuevo en el Infinito y, al pasar, rozan apenas el
mundo material. Domina en ellos un poder superior a su propia voluntad, un
poder no humano en el que se sienten aprisionados. Su voluntad no rige (llenos
de angustia, lo reconocen ellos mismos en momentos de clarividencia). Son
esclavos. Son posesos (en todo el sentido de la palabra) del poder del
demonio.
Demonio,
demoníaco. Estas palabras han sufrido ya tantas interpretaciones desde su
primitivo sentido misticorreligioso en la antigüedad, que se hace necesario revestirlas
de una interpretación personal. Llamaré demoníaca a esa inquietud innata, y
esencial a todo hombre, que lo separa de sí mismo y lo arrastra hacia lo
infinito, hacía lo elemental. Es como sí la Naturaleza hubiese dejado una
pequeña porción de aquel caos primitivo dentro de cada alma y esa parte
quisiera apasionadamente volver al elemento de donde salió: a lo ultra humano,
a lo abstracto. El demonio es, en nosotros, ese fermento atormentador y
convulso que empuja al ser, por lo demás tranquilo, hacia todo lo peligroso,
hacia el exceso, al éxtasis, a la renunciación y hasta a la anulación de sí
mismo. En la mayoría de las personas, en el hombre medio, esa magnífica y
peligrosa levadura del alma es pronto absorbida y agotada; sólo en momentos
aislados, en la crisis de la pubertad o en aquellos minutos en que por amor o
simple instinto genésico ese cosmos interior entra en ebullición, sólo
entonces domina hasta en las existencias burguesas más triviales y, sobre el
alma, reina ese poder misterioso que sale del cuerpo, esa fuerza gravitante y
fatal. Por lo demás, el hombre comedido anula esa presión extraña, la sabe
cloroformizar por medio del orden, porque el burgués es enemigo mortal del
desorden dondequiera que lo encuentre: en sí mismo o en la sociedad.
Pero en todo
hombre superior, y más especialmente si es de espíritu creador, se encuentra
una inquietud que le hace marchar siempre hacia adelante, descontento de su
trabajo. Esta inquietud mora en todo «corazón elevado que se atormenta» (Dostoievski);
es como un espíritu inquieto que se extiende sobre el propio ser como un
anhelo hacia el Cosmos. Todo cuanto nos eleva por encima de nosotros mismos, de
nuestros intereses personales y nos lleva, llenos de inquietud, hacia
interrogaciones peligrosas, lo hemos de agradecer a esa porción demoníaca que todos
llevamos dentro. Pero ese demonio interior que nos eleva es una fuerza amiga en
tanto que logramos dominarlo; su peligro empieza cuando la tensión que
desarrolla se convierte en una hipertensión, en una exaltación; es decir,
cuando el alma se precipita dentro del torbellino volcánico del demonio,
porque ese demonio no puede alcanzar su propio elemento, que es la inmensidad,
sino destruyendo todo lo finito, todo lo terrenal, y así el cuerpo que lo
encierra se dilata primero, pero acaba por estallar por la presión interior.
Por eso se apodera de los hombres que no saben domarlo a tiempo y llena primero
las naturalezas demoníacas de terrible inquietud; después, con sus manos poderosísimas,
les arranca la voluntad, y así ellos, arrastrados como un buque sin timón, se
precipitan contra los arrecifes de la fatalidad. Siempre es la inquietud el primer
síntoma de ese poder del demonio; inquietud en la sangre, inquietud en los
nervios, inquietud en el espíritu. Alrededor del poseso sopla siempre un viento
peligroso de tormenta, y por encima de él se cierne un siniestro cielo, tempestuoso,
trágico, fatal.
Todo
espíritu creador cae infaliblemente en lucha con su demonio, y esa lucha es
siempre épica, ardorosa y magnífica. Muchos son los que sucumben a esos abrazos
ardientes ‑como la mujer al hombre‑; se entregan a esa fuerza poderosa, se
sienten penetrar, llenos de felicidad, para ser inundados del licor fecundante.
Otros lo dominan con su voluntad de hombre, y a veces ese abrazo de amorosa
lucha se prolonga durante toda la vida.
Ahora
bien, en el artista, esa lucha heroica y grandiosa se hace visible, por decirlo
así, en él y en su obra; y, en lo que crea, está viva y palpitante, llena de
cálido aliento, la sensual vibración de esa noche de bodas de su alma con el
eterno seductor. Sólo al que crea algo
le es dado trasladar esa lucha demoníaca desde los oscuros repliegues de su
sentimiento a la luz del día, al idioma. Pero es en los que sucumben en esa
lucha en quienes podemos ver más claramente los rasgos pasionales de la misma,
y principalmente en el tipo del poeta que es arrebatado por el demonio; por eso
he escogido aquí las tres figuras de Hölderlin, Kleist y Nietzsche como las más
significativas para los alemanes, pues cuando el demonio reina como amo y señor
en el alma de un poeta, surge, cual una llamarada, un arte característico:
arte de embriaguez, de exaltación, de creación febril, un arte espasmódico que
arrolla al espíritu, un arte explosivo, convulso, de orgía y de borrachera, el
frenesí sagrado que los griegos llamaron pavta y que se da sólo en lo
profético o en lo pítico.
El primer signo
distintivo de ese arte es lo ilimitado, lo superlativo del mismo; un deseo de
superación y un impulso hacia la inmensidad, que es adonde quiere llegar el
demonio, porque allí está su elemento, el mundo de donde salió. Hólderlin,
Kleist y Nietzsche son como Prometeos que se precipitan llenos de ardor contra
las fronteras de la vida, de una vida que, rebelde, rompe los moldes y en el
colmo del éxtasis acaba por destruirse a sí misma. En sus ojos brilló la mirada
del demonio, y éste habló por sus labios. Sí, él habla por sus labios dentro de
su cuerpo destruido y su espíritu apagado. Nunca se ve más claramente al
demonio que albergaba en su ser que cuando puede ser atisbado a través de su
alma destrozada por el tormento, rota en terrible crispación, y es a través
de sus desgarraduras como se ven las oscuras sinuosidades donde se esconde el
terrible huésped. En esos tres personajes se hace visible, de pronto, el
terrible poder del demonio, que antes estuvo en cierto modo oculto, y ello
sucede precisamente cuando su espíritu sucumbe.
Pero lo opuesto
al alado poeta demoníaco no es en modo alguno el no demoníaco; no, no hay
verdadero arte que no sea demoníaco y que no proceda, como un susurro, de lo
ultra terrenal. «Todo lo creado por el
arte más elevado, no procede del poder humano; está por encima de lo terrenal.»
Y así es: no hay arte grande sin inspiración, y la inspiración llega inconscientemente
del misterioso más allá y está por encima de nuestra ciencia. Yo veo, pues, en
contraposición al espíritu exaltado, arrastrado fuera de sí mismo por su
propia exuberancia, frente al espíritu que no conoce límites, veo, digo, al
poeta que es amo de sí mismo y que, con su voluntad humana, sabe domar al
demonio interior y lo convierte en una fuerza práctica, eficaz. Pues el poder
del demonio ‑magnífica fuerza creadora‑ no conoce una dirección determinada,
apunta sólo al infinito o al caos de donde procede. Por tanto, es arte grande y
elevado, y no inferior en modo alguno al que procede del demonio, aquel otro
que crea un artista que domina por su voluntad ese misterioso poder, que le da
una dirección fija, que lo sujeta a una medida, que «gobierna» en la poesía, y
que sabe convertir lo inconmensurable en forma definitiva. Es decir, el poeta
que es amo del demonio y no su siervo.
Lo primero que
salta a la vista en Hölderlin, Kleist y Nietzsche es su alejamiento de las
cosas del mundo; y es que aquel a quien el demonio estrecha en su puño, se ve
arrancado de la realidad. Ninguno de los tres tiene mujer ni hijos (como
tampoco Beethoven ni Miguel Ángel), ninguno de los tres tiene hogar ni
propiedades, ninguno tiene una profesión fija o un empleo duradero. Son nómadas
por naturaleza, eternos vagabundos, externos a todo, extraños, menospreciados,
y su existencia es completamente anónima. No poseen nada en el mundo: ni
Kleist ni Hölderlín ni Nietzsche han tenido jamás una cama que les fuera
propia; nada es suyo; alquilada es la silla en que se sientan, alquilada es la
mesa en que escriben y alquiladas son las habitaciones en que van parando. No
echan raíces en ninguna parte, ni aun el amor logra atarlos de modo duradero,
pues así sucede con aquellos que han encontrado al demonio como compañero de
vida. Sus amistades son frágiles; sus posiciones poco fijas; su trabajo no es
remunerador; están como en el vacío, y el vacío los rodea por todas partes. Su
vida tiene algo de meteoro, de estrella errante en eterna caída.
Los otros no
encuentran que la vida enseñe nada ni la creen, por lo demás, digna de ser
aprendida; tienen sólo el presentimiento de una existencia más alta y por encima
de toda percepción o experiencia. Nada les es dado sino lo que da el genio.
Sólo de la plenitud interior que los llena de destellos saben tomar su parte y
se dejan elevar, convulsivos, por su sentimiento ardiente; y el fuego es su
propio elemento, la acción es llamarada, y eso mismo que fogosamente los
levanta es lo que abrasa su propia vida. Kleist, Hölderlin y Nietzsche se
encuentran al final de su existencia más abandonados que nunca, más extraños a
la Tierra, más solitarios que en sus comienzos.
Los tres,
Hölderlin, Kleist y Nietzsche, son eternos rebeldes, sublevados, amotinados
contra el orden de las cosas. Prefieren romperse antes que ceder al orden
establecido, y su intransigencia es llevada, sin titubeos, hasta su propio
aniquilamiento.
Sobre el autor: Stefan
Zweig (1881-1942) fue un escritor y pacifista austriaco,
famoso sobre todo por sus biografías. Nació en Viena, en cuya Universidad
estudió. A raíz del estallido de la I Guerra Mundial, Zweig se convirtió
en un ardiente pacifista y se trasladó a Zurich, donde podía expresar sus
opiniones.
Como
escritor, Zweig se distinguió por su introspección psicológica. Omitiendo
detalles no esenciales, fue capaz de hacer sus biografías tan entretenidas como
una novela. Los últimos escritos importantes de Zweig incluyen las biografías Erasmus
de Rotterdam (1934) y María Estuardo (1935), la novela El juego
real (publicada póstumamente en 1944), y su autobiografía El mundo de
ayer (1941).
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