Roy, empapado en un sudor propio de los meses de verano,
remoloneaba entre las sábanas olorosas a limpio, cuando su madre, María, se
sentó al borde de su cama. Preparado para recibir el beso matutino, cerró los
ojos esbozando la mejor de sus sonrisas. Cuando la mujer le alborotó con un
gesto de dulzura los cabellos, el niño se incorporó con la agilidad propia del
brío de sus pocos años y le brindó el más tierno de sus abrazos. Entonces, era
el momento en que se decían cuánto se querían entre sonrisas y juegos,
confesiones que, de ser escuchadas por sus amigos más cercanos, seguramente
despertarían sus celos infantiles.
Madre e hijo vivían en un barrio marginal de La Habana
Vieja. Ella era planchadora. A duras penas lo que ganaba le alcanzaba para
llegar a mitad del mes. Roy notaba cómo María cada vez estaba más delgada, pues
el poco alimento que lograba conseguir, lo destinaba para él fingiendo una prolongada
inapetencia. Su madre, en otros tiempos joven y vigorosa, ahora caminaba
encorvada bajo el peso de las obligaciones diarias.
Aquella mañana, como tantas otras, le ofreció al pequeño
el pan que le correspondía a ella, otorgado por la cuota de la libreta de
abastecimiento, para que no le faltara la merienda escolar. El niño tomó su
estuche no sin cierta aprensión, pues valoraba con todo su corazón el
sacrificio de su madre.
Por eso, cuando aquel niño mayor, le dio un empujón contra
la cerca del colegio, haciéndole quedar en ridículo frente a todos, no le
importó. Por eso, cuando le tiraron tacos de papel contra la cara, para chanza
de los que los rodeaban, tampoco le importó. Le había prometido a su madre que
jamás ningún profesor le daría alguna queja a causa suya, y debía cumplir su
promesa. Su deber era ir al colegio y ajustarse a la disciplina establecida,
mientras su madre se gastaba la vida planchando las ropas de toda la vecindad.
Por esta razón, cuando vio el pan de su merienda caer en
el suelo, pisoteado y sucio por causa del desgraciado que cursaba dos grados
más por encima de él, su universo se derrumbó. Por ese motivo, apretó fuerte
los puños hasta sangrarse las palmas de las manos con sus uñas. Por eso, se le
nubló la vista sin saber que era a causa de su propio llanto. Entonces, pensó
en María, en su delgadez y en aquel pan que no se había comido para dárselo.
Por eso, tomó la piedra más grande del patio de recreo y le fue para arriba al
desgraciado hasta tumbarlo. Por eso, lo golpeó una y otra vez, ajeno a los
gritos de todos, hasta dejarlo inconsciente. Por eso no se dio cuenta, cuando
lo apartaron, de la sangre que empapaba su uniforme escolar y los dedos temblorosos
de sus manos.
Sólo se dio cuenta de una cosa: que, por el pan de su
madre, se había vengado.