sábado, 1 de junio de 2019

ROY (Relato breve)


Roy, empapado en un sudor propio de los meses de verano, remoloneaba entre las sábanas olorosas a limpio, cuando su madre, María, se sentó al borde de su cama. Preparado para recibir el beso matutino, cerró los ojos esbozando la mejor de sus sonrisas. Cuando la mujer le alborotó con un gesto de dulzura los cabellos, el niño se incorporó con la agilidad propia del brío de sus pocos años y le brindó el más tierno de sus abrazos. Entonces, era el momento en que se decían cuánto se querían entre sonrisas y juegos, confesiones que, de ser escuchadas por sus amigos más cercanos, seguramente despertarían sus celos infantiles.   

Madre e hijo vivían en un barrio marginal de La Habana Vieja. Ella era planchadora. A duras penas lo que ganaba le alcanzaba para llegar a mitad del mes. Roy notaba cómo María cada vez estaba más delgada, pues el poco alimento que lograba conseguir, lo destinaba para él fingiendo una prolongada inapetencia. Su madre, en otros tiempos joven y vigorosa, ahora caminaba encorvada bajo el peso de las obligaciones diarias.

Aquella mañana, como tantas otras, le ofreció al pequeño el pan que le correspondía a ella, otorgado por la cuota de la libreta de abastecimiento, para que no le faltara la merienda escolar. El niño tomó su estuche no sin cierta aprensión, pues valoraba con todo su corazón el sacrificio de su madre.

Por eso, cuando aquel niño mayor, le dio un empujón contra la cerca del colegio, haciéndole quedar en ridículo frente a todos, no le importó. Por eso, cuando le tiraron tacos de papel contra la cara, para chanza de los que los rodeaban, tampoco le importó. Le había prometido a su madre que jamás ningún profesor le daría alguna queja a causa suya, y debía cumplir su promesa. Su deber era ir al colegio y ajustarse a la disciplina establecida, mientras su madre se gastaba la vida planchando las ropas de toda la vecindad.

Por esta razón, cuando vio el pan de su merienda caer en el suelo, pisoteado y sucio por causa del desgraciado que cursaba dos grados más por encima de él, su universo se derrumbó. Por ese motivo, apretó fuerte los puños hasta sangrarse las palmas de las manos con sus uñas. Por eso, se le nubló la vista sin saber que era a causa de su propio llanto. Entonces, pensó en María, en su delgadez y en aquel pan que no se había comido para dárselo. Por eso, tomó la piedra más grande del patio de recreo y le fue para arriba al desgraciado hasta tumbarlo. Por eso, lo golpeó una y otra vez, ajeno a los gritos de todos, hasta dejarlo inconsciente. Por eso no se dio cuenta, cuando lo apartaron, de la sangre que empapaba su uniforme escolar y los dedos temblorosos de sus manos.

Sólo se dio cuenta de una cosa: que, por el pan de su madre, se había vengado.


Martha Jacqueline Iglesias Herrera
Del libro de relatos: “Tiempos del hambre”.



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