Por Víctor Morata Cortado
Todo empezó con un gran terremoto que estremeció cada
partícula de la superficie terrestre y las personas se asustaron y suplicaron
al cielo, cada uno a su dios, clemencia y salvación. De los que no perecieron
bajo los escollos de la civilización urdida con hormigón, acero y cristal,
muchos salieron a las calles, la mayoría levantadas en sus cimientos y
desquebrajadas, como invitando a bajar a los infiernos, anunciando el
Apocalipsis sin remisión y dando posibilidades de renunciar al pecado y
redimirse. Los falsos predicadores llenaron los rincones más inhóspitos del
planeta. Los débiles de corazón se unieron a ellos con la esperanza de ver
eludidas sus responsabilidades y obligaciones, de sentirse protegidos ante un
ente líder que rigiera la comunidad creada. Los fuertes trataron de hacerse con
el poder por este u otros medios más hostiles, utilizando armamento de alto
calibre. En cualquier caso, tras aquel temblor, el mundo no fue igual y,
durante el poco tiempo que duró la rebelión de las masas, surgió de las
entrañas de los hombres un afán por la supremacía que debilitó las relaciones
humanas en demasía.
No pasaron más de tres semanas hasta que otro gran seísmo
pareció invadir la superficie y a sus más de seis mil millones de seres humanos.
Sus vidas se vieron más en peligro aún que en el primer aviso, pero no
recapacitaron acerca de los actos cometidos entre ambos cataclismos. No fueron
más que el inicio. En este segundo movimiento de las capas tectónicas, la
Tierra produjo un crujido intenso desde el corazón mismo y pareció que el mundo
se desquebrajaba por todos lados. El que había obrado mal temía por su más allá
y el que no, temía por su vida y la injusticia de verse morir habiendo sido un
buen siervo del bien. No había distinción entre la generosidad y la avaricia,
entre el odio y el amor. Todos fueron recluidos en un mismo saco, como fichas
revueltas en una rifa o un bingo. Ahora faltaba la mano inocente que las fuera
sacando una a una para determinar sus destinos.