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miércoles, 9 de noviembre de 2022

Cuando ese corazón se apague no habrá razón para seguir existiendo...

Por Víctor Morata Cortado


Todo empezó con un gran terremoto que estremeció cada partícula de la superficie terrestre y las personas se asustaron y suplicaron al cielo, cada uno a su dios, clemencia y salvación. De los que no perecieron bajo los escollos de la civilización urdida con hormigón, acero y cristal, muchos salieron a las calles, la mayoría levantadas en sus cimientos y desquebrajadas, como invitando a bajar a los infiernos, anunciando el Apocalipsis sin remisión y dando posibilidades de renunciar al pecado y redimirse. Los falsos predicadores llenaron los rincones más inhóspitos del planeta. Los débiles de corazón se unieron a ellos con la esperanza de ver eludidas sus responsabilidades y obligaciones, de sentirse protegidos ante un ente líder que rigiera la comunidad creada. Los fuertes trataron de hacerse con el poder por este u otros medios más hostiles, utilizando armamento de alto calibre. En cualquier caso, tras aquel temblor, el mundo no fue igual y, durante el poco tiempo que duró la rebelión de las masas, surgió de las entrañas de los hombres un afán por la supremacía que debilitó las relaciones humanas en demasía.
No pasaron más de tres semanas hasta que otro gran seísmo pareció invadir la superficie y a sus más de seis mil millones de seres humanos. Sus vidas se vieron más en peligro aún que en el primer aviso, pero no recapacitaron acerca de los actos cometidos entre ambos cataclismos. No fueron más que el inicio. En este segundo movimiento de las capas tectónicas, la Tierra produjo un crujido intenso desde el corazón mismo y pareció que el mundo se desquebrajaba por todos lados. El que había obrado mal temía por su más allá y el que no, temía por su vida y la injusticia de verse morir habiendo sido un buen siervo del bien. No había distinción entre la generosidad y la avaricia, entre el odio y el amor. Todos fueron recluidos en un mismo saco, como fichas revueltas en una rifa o un bingo. Ahora faltaba la mano inocente que las fuera sacando una a una para determinar sus destinos.

domingo, 28 de marzo de 2021

THALIAD

 

Por Orestes Girbau Collado

(Cuento de Ciencia Ficción)

 


Sentíase profundamente solo. Había perdido toda noción del tiempo. No comprendía el hecho de encontrarse ahí sentado sobre una piedra hacía ya una eternidad. Al menos eso le parecía. El lugar era un pinar cuya forma, junto al frescor de una noche sin Luna, ofrecía la visión impresionante de un paisaje conocido de antaño y hasta entonces olvidado.

El sonido producido por los jóvenes árboles al acariciarlos la suave brisa, creaba en él un raro presentimiento. Una inexplicable nostalgia apoderábase de su ser. El vacío lo ahogaba. Si, aún respiraba, sólo eso lo diferenciaba de un muerto.

Fue entonces cuando en lo alto del firmamento apareció de repente un OVNI.

Al principio observó una luz amarilla que relampagueante lo iluminó todo en derredor. No supo si la iluminación provenía de lo alto o de algún punto situado en la superficie circundante, pues en unos pocos segundos la noche se convertía en día. De pronto todo cesó, surgiendo del cielo una masa brillante color cenizo de aspecto gelatinoso y contorno fusiforme que se acercaba lentamente hacia el sitio en que él se encontraba.

Sobrecogido de pánico, trató de huir, pero una repentina parálisis redujo a cero todas sus facultades. Hasta sus propias pupilas quedaron fijas mirando aquel objeto venido quién sabe de qué rincón del infinito. Estaba prácticamente hipnotizado.

Para ese momento el cuerpo enigmático se encontraba tan cercano, que le impedía ver estrella alguna. El silencio, la oscuridad total reinó y el miedo fue sustituido por una misteriosa y agradable calma. Estaba controlado.

El OVNI lo cubría todo en su alrededor. Se sentía aletargado, absorbido.

Sumido en un negro abismo, con la mente en blanco proyectada hacia la nada, llegó el mensaje telepático.

-"Soy Thaliad, vengo de un punto del espacio que no me está permitido todavía decirte. No temas, yo misma te traje hasta aquí bloqueándote la memoria.

martes, 18 de abril de 2017

Supernatural (cuento)...



Cárcel de mayores…


¿Qué hubo brother? Tira el jolongo por ahí y acomódate… que esto, es pa’ largo. Yo soy Santana, Carlos Santana. ¡Hombre que no es broma! Pero sin líos man, que la superestrella y yo, lo único que tenemos en común, aparte del nombre, es la guitarra. Mira, a ver cómo te explico. El socio que tengo dentro y yo, no somos la misma cosa; estamos juntos pero no revueltos. Él, no tiene nombre ni reputación y, como dice el dicho: «Dime con quién andas y te diré el resto». ¡Mira que se ha metido en líos el cojonudo éste! Pero, ¿qué puedo hacer? Ando con esta cruz a cuestas desde hace treinta y cinco años. Me tiene la autoestima hecha un pingajo; pero, a fin de cuentas, la convivencia no es asunto fácil, y menos, cuando se trata de uno mismo. 
 
El “Santana” lo heredé del puro. La familia siempre pensó que era un apellido bendecido, ¿tú sabes?... supersticiones y esas cosas. En cambio, el nombre, sufrió una suerte de azar. Primero querían ponerme Pedro Santana, por un político dominicano; luego, Manuel Santana, por un tenista español; pero al final, ni Pedro ni Manuel, al diablo los dos. Uno, porque el puro se enteró que la República no prosperó bajo su mandato; y el otro, si bien al final triunfó, en cierto modo, empezó siendo un recogepelotas; así, que a resumidas cuentas, no quisieron marcar mis bolas de esta forma. Fue tiempo después, cuando se enteraron del éxito del guitarrista, que el puro afinó la puntería y se casó con mi madre de penalti. Ya en este punto, el “Carlos” me había quedado tatuado.
 
Aquí guardo una foto. Sí, no hay problem man, ríete. Por esta época tenía… déjame ver… dos años y unos meses. ¿Viste el tacho? Tal parece que me electrocuté. Chama mío y juro que lo desconecto. La guitarra de al lado creo que fue encargada junto con el espermatozoide. ¡Tremendos crazy mis puros! ¿Eh? Yo no recuerdo nada de esta etapa, pero el papel no miente y menos con esta traza.
 
A los puros los perdí con doce años. ¿Sabes? Murieron en un accidente automovilístico. Parece que el puro se fue del aire, y se salió de la carretera. Cayeron en una cuneta, allá por el interior. Dicen que me salvé en tablita porque ellos pensaban llevarme en aquel viaje; pero después, no sé qué pasó. Así, que mírame aquí. ¡Qué cosa man! La vida es un carajo. Estuve meses sin poder pegar un ojo en toda la noche. Excepto Nancy, toda la familia se había ido pa’l Yuma cuando el Mariel. Al tiempo que los puros dejaron este mundo, yo dejé de creer… no tuve fe en más ná. No solo me dejaron huérfano de padre y madre, con rabia hacia Dios y el peso de este nombre; sino también, bajo la tutela de Nancy. La muy perra acabó permutando nuestra casona de Miramar por un cuartucho de solar allá por la Habana Vieja; y luego, se sopló la astilla con el querindango dejándome más limpio que una patena. Lo único que me quedó man… fue la guitarra.
Como a los quince años conocí a Gina D’ Ángelo. ¡Qué clase de hembra la muy salá! Brother… imagínate a la mujer de tus sueños con más curvas que mi guitarra y con nombre de película. Ella era traductora de Inglés y la jeva de Ezaquiel, un marinero de raza, de la raza de los cornudos el muy cabrón. Man… por eso yo lo digo, con el material take care; te haces el listo y ¡zas!, te dan. Pero Gina no era mala mujer, me consta; eso sí, fogosa como ninguna la H.P.  
 
Nos conocimos en el cumpleaños de santo de un socio mío. Unos gringos venían filmar la cuestión y ella era la traductora. Brother… parecía una diva, por no decir, una diosa. Mi socio le lanzó unos disparos, pero ¡qué va!, ella lo planchó. ¿Sabes? Eso me gustó. Aunque entrando en talla loco… a mí, ni me miró. ¡Mira que le metieron balas! Le descargaron toda la artillería pesada, pero ni pestañeó. Nadie se la pudo llevar.
 
Esa misma semana volví a verla, en casa de Beba.
 
La vieja era la costurera del barrio, un poco lleva y trae, pero tremenda pura. Brother… imagínate que saliendo por la puerta de su casa con un pantalón a golpe de parches y zurcidos, entró Gina. Nos cruzamos en el mismísimo pasillo y ni me reconoció. Volví atrás como una flecha y me clavé detrás de la puerta como una estaca. Me quedé en white. No se me ocurría nada para volver a entrar. Fue la primera vez que la vi en pelota y, ¡qué pelota! Beba, con el centímetro, le medía aquí y allá; casi me da un patatús. Yo ya me había tirado unos cuantos cascos del barrio en aquel entonces; pero Gina era carne de primera, parecía una de esas estrellas porno que me llegaban clandestinas.
 
Rajé dos de los parches que puso Beba en el pantalón y toqué la puerta. «Pasa» dijo. Cuando entré ya Gina tenía puesto el vestido; pero brother… a partir de ahí, mis ojos disparaban ráfagas de rayos x. «Pura, me fui a poner el pantalón y voló el parche» le solté. «Mijo, te dije que este pantalón ya está muy pasado; pero bueno, déjalo ahí y ven más tarde a buscarlo a ver qué puedo hacer… pero no te aseguro nada, acuérdate que yo soy costurera no maga», me dijo. Me quedé parado mirando a Gina; sabía que debajo del vestido estaba tal y como vino al mundo. Comencé a sudar. «Santanita, ven más tarde», dijo Beba. «Sí, pura», dije y me fui. «Santanita ni Santanita… yo soy Santana ¡coño!, Carlos Santana», pensé.
 
Sin darme cuenta di tremendo portazo. Y entonces, como quien no quiere las cosas, pegué el oído a la puerta y escuché mi nombre. «¿Cómo el guitarrista?», preguntaba Gina. Beba dijo otra cosa que no entendí y volví a escuchar su voz. «¡Pero qué vulgar es!», le escuché decir. Brother… fíjate bien, no un cubo de agua, torpedos de hielo fue lo que me disparó. La cosa se me complicaba. El problem ya no eran los veinte años de diferencia entre “nos”, sino también, mi jerga. Enfilé por ese pasillo como si tuviera un guisaso en el culo acabado de prender.
 
Entré al cuartucho del solar y me tumbé en el catre. Atrás vino Nancy con su jodedera y la mandé al carajo. No estaba pa’ nadie. ¡Al diablo esa jeva!, pensé. ¡Qué tanta palabrería ni ocho cuarto! Venir con ese prisma. Lo que necesita es candela a ver si se le quita la bobería esa. Cuando vino buscándome Vivian la volé con ella. Le eché un buen palo y luego la corrí. Gina no se me quitaba de la cabeza.
 
Miré el reloj y habían pasado dos horas.
 
Volví a casa de Beba a buscar el pantalón. No más tenía dos: el que llevaba puesto y aquel. Cuando llegué la puerta estaba abierta. Beba me vio desde la cocina y me dijo: siéntate. Vi el pantalón donde mismo lo había dejado y con los mismos huecardos. Me encabroné con la pura man… tengo que reconocerlo. Pero luego vino con un papelito doblado y me lo dio. Esta es la dirección de Gina, la muchacha que estaba aquí cuando viniste ¿recuerdas? Ve a su casa que ella te va a resolver unos pantaloncitos de medio palo que eran de su marido. Ofendido le devolví el papel. «No pura… no, desmaya eso, a mí no me hace falta lo del brother ése». «No sea así Santanita; Gina lo hace de buena fe y mira que con eso vas tirando por un tiempo». «Si me hace un favor pura, no se me ponga brava… pero no me diga más Santanita». «Ay mijo, pero si yo te lo digo de cariño». «Sí pura, pero yo no estoy acostumbrao a la mariconería ésa… y me disculpa la palabra». «Está bien, no te lo digo más; pero, ¿vas a ir o no?» «Ya veré… pura, deme el pantalón». «Nada de eso, déjalo aquí; si resuelves te lo llevas, sino, yo te lo arreglo».
 
Brother, enfilé de nuevo por ese pasillo, pero en vez de con un guisaso, con una bala de cañón. No me pude aguantar y fui directo al house. ¡Qué pantalones ni que mierda! Fui detrás de ella.
 
Vivía como a once cuadras del solar, en un edificio. En los bajos había varias casillas. D’Ángelo, apartamento trece, leí. No esperé ni el elevador. Subí esas escaleras como alma que lleva el diablo. Toqué el timbre. Gina me abrió en bata de baño. Me quedé mirándola con cara de carnero degollao. «Pasa y siéntate», dijo y se perdió tras una puerta. Entré y brother, ¡tremendo gao! Estaba montado del pi al pa, con todo. De pronto, me acordé de nuestra casa de Miramar… de los puros… y me cayó un gorrión del carajo.
 
Debajo de la mesita de centro había un libro abierto con algunas partes señaladas. Cogí el bolígrafo y en el papelito de la dirección copié el título y el autor. El apellido del socio que lo escribió era Tostón o algo así. Recuerdo que pensé que los que le meten a la talla esa de la escritura tienen raro hasta el nombre.
 
Gina se demoró un poco pero volvió a salir en bata de baño y con un bulto en la mano.
 
«Santana ¿no?», dijo. «Sí, yo soy Carlos Santana, un placer». Claro brother… le tiré palabritas de película para entrarle. Ella me miró extrañada. «Gina D’ Ángelo», respondió seca. «Mira, aquí hay dos pantalones sin estrenar y dos de uso que están casi nuevos. ¿Qué talla usas?», preguntó. «La treinta y dos», contesté. «Es la misma que usaba mi esposo, así que estás de suerte. Él casi siempre está de viaje y mucha ropa se le queda nueva… cuando vuelva a ordenar el closet, veré si hay algo más». «No se preocupe, con esto tengo», le dije radiografiándola. «Bueno, ahora si me disculpas, tengo cosas que hacer», dijo caminando hacia la puerta. «Sí, no tenga pena… ya me voy y muchas gracias». Brother, salí de allí todo un “Don” y olvidando el “Nadie”. Ya le tenía la chapa cogida. Lo demás, era cuestión de time. 
 
Volví a mi búnker man, tiré el bulto en el catre y me tumbé mirando al techo. Esa mujer me tenía crazy. El fogón estaba más frío que un muerto y el refrigerador sin jama; pero ni me encabroné, yo estaba happy. Cuando abrí el bulto, brother, no supe cuáles eran los pantalones de uso y cuáles los nuevos. Con decirte, que renové la percha con dos Jordache, un Armani y un Fariani. 
 
Después de eso no volví a verla en un año. Ella se había pirado para República Dominicana por una onda de la pincha. En ese tiempo aproveché y le pregunté a un socio mío que le sabe a esas cosas, sobre el libro aquel que estaba leyendo Gina. El brother era un intelectualito y de verdad le metía al efecto. Enseguida supo quién era el socio que había escrito aquello. El tipo resultó ser bolo y famoso. El letradito me contó la cuestión por arribita y enseguida me identifiqué con el tal Vronsky y le metí caña al asunto. Le pedí prestado el mamotreto para echarle un ojeo. Y en verdad la historia estaba en talla, al menos, las partes que entendí. Lo que menos se imaginaba mi bella Gina era que algún día viviríamos nuestro propio drama, yo, su Vronsky-Santana y ella, por supuesto, la protagonista infiel, mi Ana D’Ángelo. 
 
Pero resultó man, que a los dos días que Gina llegó de Dominicana, su marido llegó de Portugal y no pude empatarme con ella. Solo la vi dos o tres veces pero de lejos. Su frecuencia nada tenía que ver con mi onda; por eso, nunca iba a ser una coincidencia encontrarnos. Nos movíamos en señales muy diferentes a no ser, claro está, que yo la persiguiera.
 
Como a los tres meses de su regreso me metí en un lío con unos brothers del barrio, y nos cogieron metiendo las manos in fraganti. El bolsillo estaba sin balas y pidiendo auxilio y este tipo de jeva no era de tres por kilo como los cascos; así que me arriesgué man… y me la aplicaron. Estuve en el tanque el tiempo suficiente pa’ que el marido volviera a pirarse y ella se quedara alone. 
 
Por Beba me enteré que estaba buscando quien le pintara el apartamento. Estábamos a principio de diciembre y ella lo quería en talla antes de navidad. Entonces la cosa se me pintó más fácil de lo que yo pensaba. Le dije a Beba que estaba pasmao y que necesitaba pincha. Me dijo que aprovechara y fuera a ver a Gina al otro día que ella lo tenía franco, a ver si todavía no había conseguido a nadie. «Ella duerme la mañana, así que no te aparezcas muy temprano», me advirtió.
 
Brother… estuve sentado en la escalera de aquel edificio desde las cuatro de la madrugada hasta las nueve de la mañana. Cuando me levanté no me sentía las piernas y hasta el culo me cogió calambre. Toqué el timbre como diez veces y entonces ella abrió media dormida. «Buenos días», le dije. Se me quedó mirando como si no me reconociera. «Santana, ¿se acuerda? Carlos Santana», le dije. «¡Ah! ¿Qué quieres?», preguntó. «Beba me comentó que estaba buscando quien le pintara el apartamento, y yo conozco a la mejor brocha del barrio», le dije. «¿Sí? ¿Quién?», preguntó. «Pues este servidor… yo», le contesté con una risa idiota. «¿Por eso me despertaste a esta hora?», preguntó enojada. «Disculpe, pero Beba me dijo que viniera temprano antes de que se fuera para el trabajo», mentí. «Hoy lo tengo franco», dijo molesta. «¡Ah! Disculpe, mejor vengo en otro momento». Viré en seco a punto de machacarme la cabeza y entonces preguntó: « ¿Cuándo podrías empezar?» «Right now», dije volviéndome sobre las suelas. Ella medio que se sonrió. «Bueno Santana, ya que me despertaste entra». Brother, no lo pensé ni una vez y cuando cerró la puerta ya yo estaba acomodándome en el sofá. Enseguida vuelvo, deja cambiarme de ropa, dijo y volvió a desaparecer tras la misma puerta de la otra vez.

Como a los diez minutos apareció con una agenda en la mano. «Bien, vamos a discutir los términos de tu contratación. De tu trabajo requiero dos cosas: rapidez y calidad», dijo. «Trato hecho», me apresuré a decir. «Como bien le dije ahorita soy la mejor brocha del barrio», afirmé. «Si puedes con estas dos cosas, vamos a fijar el precio. Si haces el trabajo en más de siete días, te pago quinientos pesos; si lo haces en una semana te pago mil. ¿Estamos de acuerdo?», preguntó. Brother… en cualquier otro momento poniéndome el fusible, hubiera pintado aquello en dos días para cobrar dos mil, pero para qué decirte otra cosa, lo único que quería, era estar al lado de ella aunque tuviera que hacer la pincha gratis y no jamar en un mes.

Continuará…


Términos empleados en el lenguaje callejero:

Pura: Madre
Puro: Padre
Balas (1), Astilla: Dinero
Balas (2): Piropos
Tanque: Cárcel
Bolo: Ruso
Casco: Mujer poco agraciada
Tacho: Pelo
Chama: Niño
Yuma: Estados Unidos
Gringo: Americano
En pelota: Desnuda (o)
Voló el parche: Se rompió el parche
Palo: Sexo
Chapa: Dirección, Ubicación.
Búnker: Casa
Jama: Comida
Percha: Ropero
Pincha: Trabajo
Caña: Interés
Jeva: Mujer
Pasmao: Sin dinero
Pirarse: Irse
Pingajo: Desastre


Esteban D. Fernández

lunes, 4 de julio de 2016

La dama de la fuente...


    
    Demasiadas mujeres como ella habían sido encantadas, unas veces por su propia voluntad, otras tantas como castigo por las obras que realizaran a disgusto de terceros. Pero había demasiadas repartidas por todo el mundo. En las historias que oía contar a los excursionistas, había descubierto la extensa tradición que existe en torno a ellas aquí y allá. Fayettes en Francia; fenettes en los Alpes Occidentales; lamiñaks en el País Vasco francés; alojas y encantadas en Cataluña... y así podría seguir, enumerando los diversos nombres por los cuales se las conoce. No obstante, había uno en concreto por el cual nadie podía admitir confusión alguna y por el cual siempre se las conocía allá donde se mentaran, eran ante todo Damas de las fuentes.
     La leyenda de cada una de ellas siempre solía arrastrar una triste historia con un cruel final que ya no había manera de enmendar y a la cual quedaban atadas de por vida a no ser que alguien las desencantara. Esto solamente podía ocurrir un día de los trescientos sesenta y cinco que cubren el año, pero las horas que medían esta posibilidad se reducían a la noche, a una noche mágica, la de San Juan. En esas horas nocturnas, los mundos se cruzan y la posibilidad de liberarse del hilo de oro que les ata al fondo de las fuentes y, en definitiva, a su encantamiento, se hace patente. Estas damas de las aguas o espíritus de la naturaleza, como a veces también se las denomina, son corrientes en el Norte de España, Francia y en toda Europa, en lugares donde la naturaleza se mantiene viva y radiante, aislada de la civilización y el contacto humano. Para estas damas supone una cárcel, a veces impuesta y, otras tantas, elegida por ellas mismas para eludir cualquier retazo de su memoria que pueda ser rescatado de sus recuerdos más dolorosos.
    Quien tiene el privilegio o la desgracia, según se mire, de encontrarse con una de ellas, bien podrá observar su innegable belleza. Todos coinciden en destacar sus cabellos dorados dando sombra a unos espléndidos ojos verdes, atormentadores, y su figura que se muestra traslúcida, dejando ver a través de ella la profundidad de la naturaleza que se extiende a su alrededor. Si bien su anatomía adquiere solidez en la noche de San Juan, son los menos quienes disfrutan de esta imagen opaca. Quien se cruza en su camino con estas damas, brujas o hadas, lo hace normalmente muy cerca de donde se encuentra su morada, pues el hilo dorado que las retiene no les deja un radio de acción muy amplio. Ellas eligen su propia prisión, su propia fuente, y sus virtudes y poderes con respecto al agua que de ella mana son totalmente controladas por estos bellos seres.
   Ella, que había olvidado ya el nombre por el que la llamaran en su vida humana, se encontraba ansiosa por la noche venidera, la de San Juan que se encontraba cerca. Soñaba con la posibilidad de ser liberada pero, al tiempo, su imaginación se perdía intentando recrear una vida fuera de aquellas aguas y no conseguía más que enfurecerse al darse cuenta que, si no podía apenas recordar su vida anterior ni los motivos que la habían recluido allí, ¿cómo podría empezar una nueva vida siendo lo que antes fue? No lo sabía, pero en su fuero interno brillaba la llama de la humanidad que aún le quedaba, el calor del sentir humano. Vagamente pudo desbastar sus recuerdos para rescatar entre la ganga una débil imagen de aquel que amara siglos atrás, su hombre. Una cara confusa se mostraba ante ella costándole retenerla por mucho tiempo, sin llegar a adivinar unos rasgos precisos que le infirieran una personalidad real. La dama había sufrido su encantamiento a raíz del abandono, su hombre había marchado un día, sin más, y no lo volvió a ver nunca. Los días habían pasado como lápidas que albergaban los pedacitos de su alma que iban muriendo poco a poco, hundiéndola en la tristeza más absoluta y privándola de los placeres que la vida pudiera otorgarle por otros medios. Hastiada y sumida en la soledad, sin reparo y dolida hasta la médula, abandonó su hogar y se dirigió al bosque. Allí donde una fuente brotaba, ella hundió su mano y, bebiendo sus aguas, admiró la belleza, paz y pureza que la fuente transmitía, y la envidió; quiso ser aquello que veía y el encantamiento se produjo. No fue fuente, pero quedó atada a ella para siempre. Cada vez que el agua fluía, se llevaba consigo un trocito de dolor, un pedazo de futuro inconcluso, de sueños, de miradas, de nostalgia... poco a poco, la memoria se fue volviendo efímera y solamente podía pensar en la tranquilidad que la naturaleza colindante le brindaba. Pero lo cierto es que, en el fondo de su corazón, había algo que persistía y se resistía a morir, luchaba contra la naturaleza mágica del ser en el que se había convertido, impidiendo que su amor perdiera terreno ante el olvido. Pero al final, el sentimiento se había vuelto opaco, sabía que estaba ahí, pero no comprendía los motivos ni el origen. De vez en cuando, en las proximidades de la noche de San Juan, cuando su cuerpo dejaba de ser una transparencia, su corazón se mostraba rebelde y latía con tanta fuerza que podía oís sus latidos como gotas de lluvia en una cueva, entonces las imágenes se sucedían como destellos breves que le punzaban dolorosamente pero no daban claridad a su sufrimiento.
   El destino, así de juguetón como es, quiso que un larigot llamara su atención con su encantadora melodía y, siguiendo las notas que emitiera, se aproximó a uno de los matorrales cercanos a la fuente. Con las manos, separó delicadamente los matojos, dejando un hueco libre para asomar la cabeza. Un pastor joven se hallaba sentado en una roca. Estaba solo, no había rebaño, pero reconoció en él el aroma de su oficio y los atuendos en los que se encontraba encamisado. Lo miró con atención, encontró en él rasgos familiares que no supo asociar. Rasgos que el tiempo se había llevado en el olvido. Su corazón palpitó fuertemente sin sentido aparente. Lo observó largo tiempo, de forma abusiva, como queriendo retener aquel momento por el resto de sus días. No solía pasar mucha gente por allí y, cuando lo hacían, evitaban acercarse a la fuente por temor a cualquier tipo de magia que pudiese condicionar sus vidas. El muchacho parecía, por el contrario, bastante tranquilo. Antes que la noche cayera sobre el bosque, el joven pastor se levantó y se fue. La dama lo siguió con la vista hasta que la maleza hubo borrado sus sombras. Una pequeña punzada en el pecho le hizo soltar una lágrima que se unió al caudal de la fuente. Recordó entonces que no era la primera vez que sus lágrimas se mezclaban en las aguas de aquel manantial. Tan pronto como hubo advertido este hecho, con la misma rapidez que se avino a ella, se marchó sin más. Únicamente quedó en ella ese sabor amargo y seco de la sed no saciada, esa pastosidad y dificultad de tragar. La congoja se hizo manifiesta en ella. En ese momento deseó que el muchacho volviese al día siguiente.
     No supo si su poder había sido el causante de la vuelta del pastor al día siguiente, pero se alegró de verle de nuevo. Volvió a entonar una dulce canción que resultaba extrañamente familiar a la dama prisionera. Sin embargo, no podía recordar, solamente sabía que le gustaba aquella música y la disfrutaba henchida de felicidad. Día tras día, el joven deleitaba con su cadencia a la encantada y raudo aconteció que un ardor fue creciendo en su pecho. Sabía que pronto llegaría la noche mágica y había decidido poner a prueba al joven para que intentara liberarla; de nuevo tenía ganas de ser humana, tan sólo por sentirse junto a aquel que despertara en ella tan profundos e inexplicables sentimientos.
     El día de la noche de San Juan, el joven pastor no vino, como de costumbre, recién entrada la tarde. La dama conoció la desesperación y rabió por dentro; caminaba rápidamente de un lado a otro, rodeando la fuente, pensando en los motivos que podían haber llevado al muchacho a desertar de su faena diaria. Temió no volver a verlo jamás. Otro flash asomó a su mente, el del abandono que sufriera justo antes de verse atada a aquella fuente. Se evaporó, dejándole una amarga sensación. La angustia empezaba a emerger lentamente, como un licor que se destila a fuego lento. Pero todo su malestar se esfumó repentinamente cuando llegó a sus oídos un sonido de ramas no muy lejano. Se asomó por donde tenía costumbre y allí estaba él. Esta vez su perfume era diferente... olía a agua de rosas y su atuendo se mostraba distinto, más elegante de lo que solía. Sacó su pequeña flauta y entonó, una vez más, aquellas melodías que tanto le gustaban a ella. Entonces, la noche se vino lenta, dejando poblar el cielo de estrellas con calma. La dama se miró detenidamente mientras su cuerpo se solidificaba. Se miró las manos que perdían transparencia, sus pies desnudos ocultando la hierba bajo ellos. El joven seguía allí. Ella apartó los matojos que hasta entonces le habían permitido robar las notas de aquella música a escondidas y se aproximó al joven con cautela. El pastor se volvió sin dejar de tocar. Cuando estuvieron lo suficientemente cerca, el muchacho cesó su melodía y le sonrió ampliamente. Ahora, el sentimiento de familiaridad del muchacho había crecido sobremanera. Se sentía muy cercana a él. Entonces, el pastor miró con ternura el tobillo de la dama y apreció el cordón dorado que la ataba. Se agachó y rozó delicadamente su pie. Entonces agarró el hilo y lo siguió hasta la fuente con cuidado de no romperlo. Una vez frente al origen del manantial se asomó estudiando el fondo. Tiró cuidadosamente del hilo hasta que el extremo salió del agua. La dama estaba libre por fin. Entonces, el chico se acercó a ella y la abrazó. Se separó unos centímetros y acarició su cara.
    −Estás tan bella como te recordaba Amor mío –dijo el pastor con una lágrima asomando sin llegar a brotar.
    −¿Lucio? ¿Eres tú?  –su mente volvía a recobrar los recuerdos perdidos por los años, poco a poco las incógnitas se fueron transformando en afirmaciones – Eres tú, eres tú... – y se echó a llorar henchida de felicidad
   −Sí, Amor mío, Evangelina... soy yo... – y la besó con dulzura.

     Ambos salieron del bosque cogidos de la mano. Lucio explicó a su amada que siglos atrás, cuando él marchara con el rebaño hacia el pueblo vecino, fue sorprendido por una cuadrilla de malhechores que pretendieron robarle. Ante este suceso, Lucio no pudo más que defenderse a golpe de bastón. La mala fortuna quiso que los ladrones estuvieran al servicio de un poderoso brujo y el joven pastor fue hechizado y condenado durante trescientos años bajo la forma de piedra en el mismo camino en el que le sorprendieran. Así, el tiempo pasó y, mientras él soportaba la condena de no volver a ver a su amada, Evangelina sufría de pena y acababa encantada entre las aguas de aquella fuente. El destino quiso que, cuando Lucio despertara del encantamiento, encontrara a su amada, y fueron diversas las señales que le avisaron de la ubicación de aquella que quedara abandonada sin previo aviso. Los pueblos se hacían eco de leyendas e historias que bien le habían servido al muchacho para averiguar el paradero de Evangelina, pues muchos contaban que un espíritu de la fuente había surgido de la pena de un abandono y la descripción de aquellos que la habían visto se aproximaba con fidelidad al recuerdo que él tuviera de su amada. No obstante, la capnomancia que el pastor había aplicado tantas veces para prever un buen pasto o el tiempo venidero también había sido de gran ayuda a la hora de localizar a la encantada. Sabiéndose olvidado por el encantamiento, Lucio se propuso ponerse al alcance de la vista de su amada para evocar en ella el sentimiento que antes se profesaban y así propiciar la cadena de acontecimientos postreros. Así fue que visitó las cercanías de la fuente, sabiéndose observado y rescatando, poco a poco, el sentimiento que el corazón de la muchacha aún albergaba entre penumbras. Habían pasado muchos años desde que ambos se separaran, pero ahora toda una vida les quedaba por delante, en un futuro totalmente desconocido para ellos y al que procurarían amoldarse de la mejor manera posible, pero siempre, siempre, bajo las alas de aquel Amor tan profundo que había sobrevivido a lo largo de los siglos y que les acompañaría por toda la eternidad. 

Víctor Morata Cortado