jueves, 10 de diciembre de 2020

LA CASA DE BLEIZ



(Fragmento)

Se llamaba Ruzzo. Lo trajo un pescador, el mismo que lo atrapó robándose unas hortalizas en la parcela aledaña a la comisaría. Otro hijo olvidado del Cerro de San Juan, pensó la señorita Bleiz, mientras Cloe le preparaba un baño caliente con un poco de extracto de Castaño de Indias. Tenía el gesto arisco y la mirada huidiza, y su piel expuesta delataba las huellas del rigor sufrido a la intemperie. Poseía la edad suficiente para sobrevivirle a las callejas, pero muy corta aún para salvarse a sí mismo. 
 
Cuando Cloe lo sumergió en la tina, parecía aún más chiquito. Daba miedo apretarlo fuerte; despojado del chaquetón de invierno y de la mugre, destacaba un costillaje esplendoroso y una tez menos morena de lo que parecía. Contrario a los pronósticos, era manso en el agua; quietecito, se entregaba al beneficio de la esponja que la señorita frotaba suavemente por su cuerpo. Y, mientras su curiosidad reconocía el lugar, cierta adaptabilidad iba borrando el ceño de su frente. En vano trataban de adivinar el color de aquellos ojos irritados por la espuma y los vapores que empañaban los espejos; pero, a juzgar por cómo vagaba su mirada, no era difícil intuir el tono de una pueril melancolía.   
 
Luego de desaguar la tina y limpiar la suciedad, Cloe salió precipitada, gruñendo por lo bajo, a servir la cena. Entretanto, Ruzzo se hallaba sentado al borde de la cama envuelto en una manta y la señorita, hincada de rodillas frente a él, le examinaba las viejas cicatrices que cubrían sus manos, sus brazos y sus piernas. Miraba aquellas marcas que le hablaban; ella entendía aquel lenguaje, sus gritos y silencios. Luego de aplicarle tintura de árnica en las zonas rosáceas, ya libres de postillas, lo abrazó con cariño y le besó la frente. Desconcertado, el niño quedó rígido, con los ojos atónitos, estremecido por ese arranque de ternura que le era tan ajeno. No obstante, casi que se dejó mimar y peinar y vestir, como si aquello fuera algo que no le sorprendiera. 
 
Bajaron por la amplia escalera tomados de las manos. Cloe los vio de pasada, cuando disponía los últimos cubiertos. Era en esos días lluviosos, pobres de sol, cuando llevaban la mesa larga junto a la chimenea y disfrutaban del favor de las llamas vigorosas. Los niños ocupaban, en bancos de pino con respaldares gruesos, los laterales; mientras que la señorita Bleiz y Cloe presidían los extremos. Cuando vivía el señor, el último vástago de los Loira, todo era diferente. La casa era triste y gris. Solo las muchas alfombras, cortinajes y muebles, conseguían absorber los ecos del tremendo vacio que patinaba por los rincones como un polvo grueso. Luego la señorita vino y la llenó de humanidad, dándole voces a sus largos silencios. Pese a la renuencia en la mirada de Cloe, aleccionada por una fidelidad tan antigua como sus propios miedos. Nadie podría convencerla de que aquellos bastardos crecerían libres de sus ruinas, de la inmunda sombra del barrio pobre.
 
 Ahora examinaba al recién llegado con esa suerte de espanto que le causaba lo nuevo. Pero Ruzzo no se percataba. Intimidado por la miraba colectiva, apenas daba unos soplillos al caldo de la cuchara, que sostenía como si fuera una pala de abrir hueco en la tierra. Tenía el deseo fuera de su escudilla, clavado en las fuentes bien provistas de bocadillos recién horneados y de papas asadas con perejil. Todo le arrebataba la impresión, hasta lo que Cloe, a fuerza de vivir en la opulencia, tildaba de ordinario...
 

Martha Jacqueline Iglesias Herrera