Todo espíritu creador cae infaliblemente
en lucha con su demonio, y esa lucha es siempre épica, ardorosa y magnífica.
Muchos son los que sucumben a esos abrazos ardientes ‑como la mujer al hombre‑;
se entregan a esa fuerza poderosa, se sienten penetrar, llenos de felicidad,
para ser inundados del licor fecundante. Otros lo dominan con su voluntad de
hombre, y a veces ese abrazo de amorosa lucha se prolonga durante toda la vida.
Ahora bien, en el artista, esa lucha
heroica y grandiosa se hace visible, por decirlo así, en él y en su obra; y, en
lo que crea, está viva y palpitante, llena de cálido aliento, la sensual
vibración de esa noche de bodas de su alma con el eterno seductor. Sólo al que
crea algo le es dado trasladar esa lucha demoníaca desde los oscuros
repliegues de su sentimiento a la luz del día, al idioma.
Cuando el demonio reina como amo y señor
en el alma de un poeta, surge, cual una llamarada, un arte característico:
arte de embriaguez, de exaltación, de creación febril, un arte espasmódico que
arrolla al espíritu, un arte explosivo, convulso, de orgía y de borrachera, el
frenesí sagrado que los griegos llamaron pavta y que se da sólo en lo
profético o en lo pítico.