(Fragmento)
Se llamaba Ruzzo. Lo trajo un pescador,
el mismo que lo atrapó robándose unas hortalizas en la parcela aledaña a la
comisaría. Otro hijo olvidado del Cerro de San Juan, pensó la señorita Bleiz,
mientras Cloe le preparaba un baño caliente con un poco de extracto de Castaño
de Indias. Tenía el gesto arisco y la mirada huidiza, y su piel expuesta
delataba las huellas del rigor sufrido a la intemperie. Poseía la edad
suficiente para sobrevivirle a las callejas, pero muy corta aún para salvarse a
sí mismo.
Cuando Cloe lo sumergió en la tina,
parecía aún más chiquito. Daba miedo apretarlo fuerte; despojado del chaquetón
de invierno y de la mugre, destacaba un costillaje esplendoroso y una tez menos
morena de lo que parecía. Contrario a los pronósticos, era manso en el agua;
quietecito, se entregaba al beneficio de la esponja que la señorita frotaba
suavemente por su cuerpo. Y, mientras su curiosidad reconocía el lugar, cierta
adaptabilidad iba borrando el ceño de su frente. En vano trataban de adivinar
el color de aquellos ojos irritados por la espuma y los vapores que empañaban
los espejos; pero, a juzgar por cómo vagaba su mirada, no era difícil intuir el
tono de una pueril melancolía.
Luego de desaguar la tina y limpiar la
suciedad, Cloe salió precipitada, gruñendo por lo bajo, a servir la cena.
Entretanto, Ruzzo se hallaba sentado al borde de la cama envuelto en una manta
y la señorita, hincada de rodillas frente a él, le examinaba las viejas
cicatrices que cubrían sus manos, sus brazos y sus piernas. Miraba aquellas
marcas que le hablaban; ella entendía aquel lenguaje, sus gritos y silencios.
Luego de aplicarle tintura de árnica en las zonas rosáceas, ya libres de
postillas, lo abrazó con cariño y le besó la frente. Desconcertado, el niño
quedó rígido, con los ojos atónitos, estremecido por ese arranque de ternura
que le era tan ajeno. No obstante, casi que se dejó mimar y peinar y vestir,
como si aquello fuera algo que no le sorprendiera.