Relato 5to.
Finalista VI
Certamen Internacional de
Relato Breve “La Lectora Impaciente”, (Gandía,
España) 2009
Habían llegado cuando el sol, echado sobre los largos surcos,
hacía arder la tierra. Corrían como locos, persiguiéndose, estallando en
sonoras carcajadas; parecían bisagras recién engrasadas cerrándose sobre sí
mismos, como si la risa hiciera saltar algún resorte oculto que doblara el
cuerpo en dos hasta dejar la cabeza a la altura de los tobillos. Tenían ojos
grandes y húmedos, de esos donde sobra lugar para cargar la inmensidad sin que
duela la vista; pupilas improvisadas, con pocas sumas de ayer, algo de hoy y
mucho de futuro. La brisa que corría, suficiente para alborotar el polvo seco y
rojizo de la tierra, no lograba, al parecer, apagar el calor de sus cuerpos;
tal vez por eso, sudorosos y sedientos, se dejaron caer en la gran zanja
alimentada por la vieja turbina. Allí chapotearon un buen rato, mientras, a lo
lejos, cerca del mangal resguardado por las cercas de púas, el guajiro dejaba
el tractor y cargaba los aperos de la jornada hacia la caseta de palos
entretejidos y techo de guano. A esas alturas de septiembre, casi todo el campo
había sido desyerbado, solo por algunos trechos se alzaban hierbas duras y
vegetaciones ajenas al cultivo.
Era en esas horas cuando dejaban de ser ella y él para volverse
ellos. Contenidos en aquella suerte de poceta, forcejeaban, manoteaban,
escupían y hasta buceaban en el agua turbia, percudida de naturaleza, sin otra
preocupación que existir-existirse y gritar, asombrados, como si sus voces
fueran un privilegio que les dispensara algún demiurgo por primera vez. Lo mojado
ennoblecía los callos de sus manos, los cueros curtidos y oscurecía las pecas
de la espalda que él besaba y mordía. Por momentos, parecía urgirles una
necesidad salvaje de olisquearse, lo que los volvía un poco serios, quizás
menos ariscos; pero luego, al descubrir sus nuevas caras, sus bocas
entreabiertas, sus cuerpos insurrectos, volvían a chapotear con una furia casi
indecente. Era también en esas horas, cuando aparentaban la verdadera edad:
parecían seres de plata, casi negros de su reacción habitual con la intemperie;
pero luego, estando juntos, alguna especie de química los volvía a su estado
primigenio, como si los frotara desde adentro brillándolos hermosamente. Lejos
del patronazgo del fogón, de los aperos de labranza, de las responsabilidades
heredadas, padecían de esa libertad casi enfermiza. Era el momento del
desquite, de gozar el entorno que les era negado cuando hacían las labores,
víctimas de la subsistencia.