Que la paz y el amor sea con ustedes
Martha Jacqueline
Que la paz y el amor sea con ustedes
Martha Jacqueline
La mayoría de los bloggers chinos eran como sus homólogos en otros lugares, tonteando sobre las aburridas minucias de su vida cotidiana. Pero Sinanthropus hablaba sobre cuestiones de fondo: los derechos humanos, la política, la opresión, la libertad. Por supuesto, esas cuatro frases eran buscadas por los filtros de contenido, por lo que escribía acerca de ellas de forma oblicua.
Sin embargo, en las interioridades de los Ashramas de la Jerarquía se habla de SHAMBALLA, además, como de “un estado de conciencia del Logos planetario” del cual todos participamos en cierta medida. Así, el acceso a los suaves aunque tremendamente dinámicos Retiros de SHAMBALLA -ya se le considere un lugar físico por los profanos, un recinto etérico por los entendidos o un estado de conciencia del Logos planetario por los discípulos espirituales vendrá condicionado siempre por las pruebas, dificultades y crisis inherentes a la Iniciación, que deberán ser enfrentadas y vencidas antes de poder penetrar en sus maravillosos santuarios internos. Esta es la primera gran verdad a ser enunciada al emprender nuestro estudio sobre SHAMBALLA.
(Fragmento)
Estos tres habían elaborado, a base de las enseñanzas del Viejo Mayor, un sistema completo de pensamientos al que dieron el nombre de Animalismo. Varias noches por semana, cuando el señor Jones ya dormía, celebraban reuniones secretas en el granero, durante las cuales exponían los principios del Animalismo a los demás.
Al comienzo encontraron mucha estupidez y apatía. Algunos animales hablaron del deber de lealtad hacia el señor Jones, a quien llamaban "Amo", o hacían observaciones elementales como: "el señor Jones nos da de comer"; "Si él no estuviera nos moriríamos de hambre".
Otros formulaban preguntas tales como: "¿Qué nos importa a nosotros lo que va a suceder cuando estemos muertos?", o bien: "Si esta rebelión se va a producir de todos modos, ¿qué diferencia hay si trabajamos para ella o no?"
Vivimos en medio de fuerzas invisibles de las que percibimos únicamente sus efectos. Nos movemos entre formas invisibles cuyas acciones muy a menudo no percibimos en absoluto, aunque podamos ser afectados muy profundamente por ellas.
En este lado mental de la naturaleza, invisible a nuestros sentidos, intangible a nuestros instrumentos de precisión, pueden ocurrir muchas cosas que no están sin su eco en el plano físico. Hay seres que viven en este mundo invisible como peces en el agua. Hay hombres y mujeres con mentes entrenadas, o aptitudes especiales, que pueden entrar en este mundo invisible como un buzo desciende al lecho del océano. Hay también tiempos en los que, como le ocurre a una tierra cuando los diques marinos se rompen, las fuerzas invisibles fluyen sobre nosotros y empantanan nuestras vidas.
Todo espíritu creador cae infaliblemente en lucha con su demonio, y esa lucha es siempre épica, ardorosa y magnífica. Muchos son los que sucumben a esos abrazos ardientes ‑como la mujer al hombre‑; se entregan a esa fuerza poderosa, se sienten penetrar, llenos de felicidad, para ser inundados del licor fecundante. Otros lo dominan con su voluntad de hombre, y a veces ese abrazo de amorosa lucha se prolonga durante toda la vida.
Ahora bien, en el artista, esa lucha heroica y grandiosa se hace visible, por decirlo así, en él y en su obra; y, en lo que crea, está viva y palpitante, llena de cálido aliento, la sensual vibración de esa noche de bodas de su alma con el eterno seductor. Sólo al que crea algo le es dado trasladar esa lucha demoníaca desde los oscuros repliegues de su sentimiento a la luz del día, al idioma.
Cuando el demonio reina como amo y señor en el alma de un poeta, surge, cual una llamarada, un arte característico: arte de embriaguez, de exaltación, de creación febril, un arte espasmódico que arrolla al espíritu, un arte explosivo, convulso, de orgía y de borrachera, el frenesí sagrado que los griegos llamaron pavta y que se da sólo en lo profético o en lo pítico.
Se necesita coraje y ser abierto para conseguir autenticidad. Ser capaz de decirte a ti mismo y al mundo, ´Te guste o no, este soy yo,´ y después vivir esa verdad. Pero una vez que aceptas tu humanidad, la integridad no es nada difícil. No se trata de ser perfecto o infalible; todos hemos cometido errores. Sólo podemos hacerlo lo mejor posible y aprender de nuestros fallos, para que podamos hacerlo mejor la próxima vez.
Un "aliado" es un poder que un hombre puede traer a su vida para que lo ayude, lo aconseje y le dé la fuerza necesaria para ejecutar acciones, grandes o pequeñas, justas o injustas.
Este aliado es necesario para engrandecer la vida de un hombre, guiar sus actos y fomentar su conocimiento. De hecho, un aliado es la ayuda indispensable para saber.
Un aliado te hará ver y entender cosas sobre las que ningún ser humano podría jamás iluminarte.
Un aliado es un poder capaz de llevar a un hombre más allá de sus propios límites.
Así es como un aliado puede revelar cosas que ningún ser humano podría.
La diferencia entre "mirar" y "ver" consiste básicamente en que "mirar" es poder confirmar a través de nuestra vista que el mundo es tal como nuestra razón nos dice que es, y "ver" es la capacidad del hombre de conocimiento para percibir, no necesariamente con la vista, la otra realidad. Una vez que un hombre aprende a ver, se halla solo en el mundo.
(La lluvia se muere gota a gota
el beso se me cae entre los labios,
tu piel -a punto- resbala por mi boca
y tu lengua es un potro desbocado).
Aquí te espero en la esquina del frío
en esta noche de otoño demorada
probándome tu nombre como abrigo
y cosiendo tu abrazo en mi almohada.
No importa que muera de algún celo
ni de mirar tus ojos tan desnudos,
si siempre vas viniendo como quiero
quemándome en el fuego de tu embrujo.
Tengo un pecado maduro, casi fiero,
desnudándome el cuerpo… mi guerrero,
con un vicio de fuego milenario.
Tengo tu boca mordiéndome la carne,
rozándome -de sur a norte- la locura,
tengo un gusto en la piel que sabe a amarte,
que se quedó prendido en mi cintura.
Tengo tu nombre clavado en la garganta
y un beso que de lejos me perdura,
un te quiero sahumado por las horas
y tu abrazo que la calma me procura.
Tengo este verso hilado por el viento
en el pecho de estar, en tu figura,
tengo una sed de siempre y yo sí puedo
atentando con el goce a tu cordura.
Quisiera hoy dejar de ser aquella
que confundía octubre con tu risa
que fabricaba el pan de tu mirada
y te zurcía el cansancio de la prisa.
Quisiera arder de fiebres imposibles
y negar el quehacer difícil de la
espina
para que no me duela el alba de este sábado
ni tu nombre caído en la
ceniza.
Pero sigo desnuda contando las
estrellas
y tu noche en mis ojos pasa desconocida,
qué olvido tan violento parecido a una
piedra:
me devuelve el golpe hiriéndome en mí misma.
Ben
Jochai cerró la tienda de antigüedades antes de lo acostumbrado. El reloj de la
Catedral marcaba las seis de la tarde cuando oscuros y densos nubarrones, en
dirección al norte, presagiaban tormenta. Pasados unos instantes, el clamor del
cielo embravecido llegó con las primeras gotas de agua que repiqueteaban en un
sonido monocorde contra el cristal del ventanal entreabierto. A paso apresurado
se dispuso a trancarlo mientras observaba, a lo lejos, del otro lado de la
plaza, el ritmo cadencioso de los eclesiásticos que se desplazaban por las
naves laterales de la iglesia en dirección a la sacristía. Los fuertes vientos
habían tumbado el tendido eléctrico de la cuadra por lo que la escasa luz que
alumbraba la habitación provenía de unas velas perfumadas situadas en una
pequeña mesa de caoba adosada a la estantería de libros. El mobiliario personal
era escaso, pero servía adecuadamente a sus propósitos y a los de su hijo.
El pequeño Medcezir, de apenas siete años, practicaba la caligrafía con trazos firmes y seguros en un diminuto cuaderno que su padre le había obsequiado para ese fin. Con una gran disciplina y entrega, imitaba los complicados jeroglíficos del ejemplar de turno con una maestría impropia para su edad y para sus conocimientos sobre las lenguas muertas. De pronto, se distrajo de su labor y dijo:
Quiebrahacha era una región que, de tan dura, mellaba a gusto el filo de lo que fuera. El viejo Justiniano bien que lo decía: «Quiebrahacha tiene las entrañas encallecidas y el alma casca». Todo en ella despuntaba a duras penas, pero cuando lo lograba, era con un vigor atroz y un brillo acerado. Sus colores eran fuertes y definidos, sin tonos medios. Tal es así, que el mismito verde que veíamos allá, prendido de las hojas de los árboles, se repetía así de idéntico en los frutos no hechos, en la hierba baja y hasta en los ojos de algunos. Llovía de cuando en vez, una lluvia rápida, a chorros más gruesos que el de las cañerías, con tal suerte, que si te adivinaba, dejaba un rastro de moretones en la piel y un reconcomio del diablo; y demoraba en caer casi el mismo tiempo que tardaba en agotarse el agua de los pozos. Durante el día, hacía un sol de perros, que descueraba la piel y ulceraba el estómago. Luego, llegaba una noche fresca como a modo de tregua, con un cielo bien limpio y una luna grande y un montón de estrellas. A veces ni dormíamos tratando de estirarla, pero era intento vano, la noche nos llegaba y a la vez se escurría tal como la lluvia: rápida y a chorros. Nadie en Quiebrahacha era semilla vieja. Los viejos que veíamos ya habían llegado viejos, y de tan viejos, olvidaron la edad. No se conocía un nacimiento y tampoco una muerte. Es que allá todo costaba gran trabajo: hasta nacer, envejecer o morir. Entre vecinos, la gente era algo fría y distante; nadie hablaba si no era necesario, pero cuando lo hacían, aquello se volvía una confrontación al rojo vivo y casi siempre para ajustar alguna que otra cuenta. Todos, de cierta forma, habían llegado huyendo de algún sitio. Acaso eso los hacía mirarse por encima del hombro y aferrarse a la tierra, o tal vez era por aquella historia en común que no tenían, o quién sabe, si como Quiebrahacha, ya venían con las entrañas encallecidas y el alma casca.
Qué podría
decirte
de nosotros,
de
ese encuentro de asombro,
casi
loco,
de
tus cartas de fuego y te añoro
de
tu ternura como hambre
de
mi frente.
Qué
podría
decirte
en este viernes
si
te llevo prendido de mi boca,
y
no me asusta nada,
ni
el mañana…
porque
el mañana es como casi,
como
siempre,
una
ráfaga de luz en el poniente,
una
fiera en su guarida demorada.
Qué
podría
decirte
de la muerte,
si
en tu suerte de amante alucinado
vas
clavado en la mente, mi guerrero,
con
un dulce sabor resucitado.