sábado, 18 de febrero de 2023
Campesinos...
sábado, 9 de julio de 2022
EL ENGASTADOR
—¿Cree que me enseñe? —pregunté.
Por un instante no me creí capaz. En ocasiones, un fuerte ruido, el paso de una sombra lograban inquietarme.
—Todo depende de los mandatos del aire… no basta la magia del cariño, ni encauzar los ríos secretos de la sangre —afirmó con severidad—. Pero sí, tienes un espíritu muy fuerte que te protege, que amansa los caminos del tiempo para ti. Y tus poderes vienen de forma natural, puedo verlo en tu ánima.
Unos alaridos venidos de lo profundo de la selva hicieron que Pujuy levantara el vuelo. El viejo se quedó pensativo, olfateando el aire.
Luego me miró y sonrió:
—Debes acostumbrarte a identificar el peligro solo cuando existe. Estamos rodeados de puertas invisibles, inesperadas, abiertas únicamente para quien sabe verlas. Por ellas podrás pasar cuando la ocasión lo merezca. Solo que, al final de este viaje, debes estar preparada para que el mundo cotidiano no pierda ante tus ojos el filo de la novedad, porque de lo contrario no habrá nada bajo este cielo ordinario, el cielo de este lado del mundo, que pueda saciar tu espíritu. Quedarás enganchada a otras realidades a través de las Avenidas del Poder. En resumen, tu día a día podría tornársete muy complicado y desabrido —dijo tomando un sorbo del Kuscho.
martes, 5 de enero de 2021
LOS ADORADORES DEL DIABLO
Martha Jacqueline Iglesias Herrera
jueves, 10 de diciembre de 2020
LA CASA DE BLEIZ
lunes, 13 de abril de 2020
Fragmento de mi novela: "El Kébir"
jueves, 24 de abril de 2014
NO SIN MI KUBA
jueves, 15 de marzo de 2012
DAGUERROTIPO DE LEDEA
LA LLEGADA DEL ANGELOI
Este es mi universo. Podría decirse, que nos habitamos mutuamente. Dentro estoy yo, despidiendo al hombre que se va. Aún nadie me enseña a decir adiós. Luego lo ensayaré muchas veces frente al espejo, pero no aprenderé. Es un gesto difícil. Nunca me saldrá por mucho que lo intente, ahora lo sé, como también sé que tampoco se me dará el olvido. Pasarán lustros de a dos, tres… y siempre habitaré el instante del hombre que se marcha, por el tiempo en que se abren las flores de pascuas, las luces de la bombillería queman y brilla el asfalto mordido por el salitre. Lo veo inclinarse para besar mi frente, despeina mis cabellos y pellizca mi nariz; en tanto yo, revoltosa, surco su entrepierna de lado a lado, fluyo ligera, una y otra vez. Si suena el cañonazo de las nueve, a los quince minutos, se habrá ido. Antes me cargará en sus brazos y, entre mimos y sonrisas, caminará hasta la puerta. Un puchero entonces, nacido desde el fondo del instinto, me hará abrazarlo fuerte como temiendo no sé qué. Para intentar borrarlo me dirá al oído: «Mi niña valiente. Cuando el Angeloi llegue, estaré de regreso». Tal susurro subrayará la importancia del no reclamo, del silencio. Me iré desprendiendo poco a poco hasta soltar su cuello y, disciplinada, lo dejaré bajarme, no sin antes prenderme, suave, mientras me deslizo, de los botones verdes de su camisa. Uno de ellos caerá y habitará en mi mano, para siempre.
Y quedaré allí, en el umbral, inmóvil, sin decir adiós pero diciéndolo. Se alejará unos pasos y sus ojos inmensos dejarán su mirada dentro de la mía, clavada en lo más hondo. A ciencia cierta, nunca sabré quién es el Angeloi; pero alguna razón me hará esperarlo durante trescientos sesenta y cinco días, cada año.