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sábado, 18 de febrero de 2023

Campesinos...



Relato 5to. Finalista VI Certamen Internacional de 
Relato Breve “La Lectora Impaciente”, (Gandía, España) 2009


Habían llegado cuando el sol, echado sobre los largos surcos, hacía arder la tierra. Corrían como locos, persiguiéndose, estallando en sonoras carcajadas; parecían bisagras recién engrasadas cerrándose sobre sí mismos, como si la risa hiciera saltar algún resorte oculto que doblara el cuerpo en dos hasta dejar la cabeza a la altura de los tobillos. Tenían ojos grandes y húmedos, de esos donde sobra lugar para cargar la inmensidad sin que duela la vista; pupilas improvisadas, con pocas sumas de ayer, algo de hoy y mucho de futuro. La brisa que corría, suficiente para alborotar el polvo seco y rojizo de la tierra, no lograba, al parecer, apagar el calor de sus cuerpos; tal vez por eso, sudorosos y sedientos, se dejaron caer en la gran zanja alimentada por la vieja turbina. Allí chapotearon un buen rato, mientras, a lo lejos, cerca del mangal resguardado por las cercas de púas, el guajiro dejaba el tractor y cargaba los aperos de la jornada hacia la caseta de palos entretejidos y techo de guano. A esas alturas de septiembre, casi todo el campo había sido desyerbado, solo por algunos trechos se alzaban hierbas duras y vegetaciones ajenas al cultivo.
Era en esas horas cuando dejaban de ser ella y él para volverse ellos. Contenidos en aquella suerte de poceta, forcejeaban, manoteaban, escupían y hasta buceaban en el agua turbia, percudida de naturaleza, sin otra preocupación que existir-existirse y gritar, asombrados, como si sus voces fueran un privilegio que les dispensara algún demiurgo por primera vez. Lo mojado ennoblecía los callos de sus manos, los cueros curtidos y oscurecía las pecas de la espalda que él besaba y mordía. Por momentos, parecía urgirles una necesidad salvaje de olisquearse, lo que los volvía un poco serios, quizás menos ariscos; pero luego, al descubrir sus nuevas caras, sus bocas entreabiertas, sus cuerpos insurrectos, volvían a chapotear con una furia casi indecente. Era también en esas horas, cuando aparentaban la verdadera edad: parecían seres de plata, casi negros de su reacción habitual con la intemperie; pero luego, estando juntos, alguna especie de química los volvía a su estado primigenio, como si los frotara desde adentro brillándolos hermosamente. Lejos del patronazgo del fogón, de los aperos de labranza, de las responsabilidades heredadas, padecían de esa libertad casi enfermiza. Era el momento del desquite, de gozar el entorno que les era negado cuando hacían las labores, víctimas de la subsistencia.

sábado, 9 de julio de 2022

EL ENGASTADOR

 —¿Cree que me enseñe? —pregunté.

Por un instante no me creí capaz. En ocasiones, un fuerte ruido, el paso de una sombra lograban inquietarme.

—Todo depende de los mandatos del aire… no basta la magia del cariño, ni encauzar los ríos secretos de la sangre —afirmó con severidad—. Pero sí, tienes un espíritu muy fuerte que te protege, que amansa los caminos del tiempo para ti. Y tus poderes vienen de forma natural, puedo verlo en tu ánima. 


Unos alaridos venidos de lo profundo de la selva hicieron que Pujuy levantara el vuelo. El viejo se quedó pensativo, olfateando el aire. 

Luego me miró y sonrió:

—Debes acostumbrarte a identificar el peligro solo cuando existe. Estamos rodeados de puertas invisibles, inesperadas, abiertas únicamente para quien sabe verlas. Por ellas podrás pasar cuando la ocasión lo merezca. Solo que, al final de este viaje, debes estar preparada para que el mundo cotidiano no pierda ante tus ojos el filo de la novedad, porque de lo contrario no habrá nada bajo este cielo ordinario, el cielo de este lado del mundo, que pueda saciar tu espíritu. Quedarás enganchada a otras realidades a través de las Avenidas del Poder. En resumen, tu día a día podría tornársete muy complicado y desabrido —dijo tomando un sorbo del Kuscho.

martes, 5 de enero de 2021

LOS ADORADORES DEL DIABLO

Fue cuando el mar se recogió, perdiéndose más allá del horizonte, el día que terminaron sorbiéndose la sangre; sólo, que ya no había nada que sorber. Con la falsa resignación de un condenado a muerte, se habían ofrecido las venas unos a los otros. Pero se descubrieron huecos y, sin embargo, suspiraron de alguna extraña forma parecida al llanto; que, asimismo apuntaba en cierta medida al regocijo. Emiliano Roche fue el primero en partir. Santa lo siguió, como siempre, en silencio;  atrás fueron también: Labrada, Basulto y Carmenates. Taguasco, se uniría después. Antes, lo intentaron todo, pero la mole de agua en su estampida no dejó nada, ni siquiera un poco de cordura. Arañaron, escarbaron, gritaron y masticaron polvo; pero ni un brote tierno, dulce y húmedo acertaron.
 
Bien que lo había estado advirtiendo la Bendicera; incluso, antes de que huyeran de Blenchi. Pero, aquello, era otra época. Tiempos “de boca abajo”: de vaciar los bolsillos sin temor a la pérdida, de pies descalzos y perigallos, y hasta de lucir más años que los justos, pero con todo, años de juventud. La tierra, la propia tierra, apenas si podía vencer las hierbas duras. Más de una vez, agrietada y seca, se abrió bajo los pies y chupó violenta la savia de sus mejores árboles, ahuecándolos y escupiendo luego sus raíces. Blenchi, antes próspera y floreciente, parecía una ciudad con aires de posguerra. Los sueños de siempre quedaban atrás, burlados entre las callejas nutridas a diario de vagabundos expectantes en la penumbra, donde la miseria llegó a ser contagiosa y la lucha fuerte. Si bien cuando empezaron a escasear los muertos que enterraban en sus estómagos, llegaron, incluso, a disputarse la carroña; pronto, se sorprendieron mirándose a sí mismos. Ricos y pobres llegaron a ser todos iguales: los sin mañana y sin ayer. 

 Martha Jacqueline Iglesias Herrera

jueves, 10 de diciembre de 2020

LA CASA DE BLEIZ



(Fragmento)

Se llamaba Ruzzo. Lo trajo un pescador, el mismo que lo atrapó robándose unas hortalizas en la parcela aledaña a la comisaría. Otro hijo olvidado del Cerro de San Juan, pensó la señorita Bleiz, mientras Cloe le preparaba un baño caliente con un poco de extracto de Castaño de Indias. Tenía el gesto arisco y la mirada huidiza, y su piel expuesta delataba las huellas del rigor sufrido a la intemperie. Poseía la edad suficiente para sobrevivirle a las callejas, pero muy corta aún para salvarse a sí mismo. 
 
Cuando Cloe lo sumergió en la tina, parecía aún más chiquito. Daba miedo apretarlo fuerte; despojado del chaquetón de invierno y de la mugre, destacaba un costillaje esplendoroso y una tez menos morena de lo que parecía. Contrario a los pronósticos, era manso en el agua; quietecito, se entregaba al beneficio de la esponja que la señorita frotaba suavemente por su cuerpo. Y, mientras su curiosidad reconocía el lugar, cierta adaptabilidad iba borrando el ceño de su frente. En vano trataban de adivinar el color de aquellos ojos irritados por la espuma y los vapores que empañaban los espejos; pero, a juzgar por cómo vagaba su mirada, no era difícil intuir el tono de una pueril melancolía.   
 
Luego de desaguar la tina y limpiar la suciedad, Cloe salió precipitada, gruñendo por lo bajo, a servir la cena. Entretanto, Ruzzo se hallaba sentado al borde de la cama envuelto en una manta y la señorita, hincada de rodillas frente a él, le examinaba las viejas cicatrices que cubrían sus manos, sus brazos y sus piernas. Miraba aquellas marcas que le hablaban; ella entendía aquel lenguaje, sus gritos y silencios. Luego de aplicarle tintura de árnica en las zonas rosáceas, ya libres de postillas, lo abrazó con cariño y le besó la frente. Desconcertado, el niño quedó rígido, con los ojos atónitos, estremecido por ese arranque de ternura que le era tan ajeno. No obstante, casi que se dejó mimar y peinar y vestir, como si aquello fuera algo que no le sorprendiera. 
 

lunes, 13 de abril de 2020

Fragmento de mi novela: "El Kébir"

ANIVERSARIO

Era ya entrada la tarde cuando Santa abandonó el Ranchón del Huito. Se despidió de Emiliano, como tantas otras tardes cuando iba a visitar a la india Agalé, con un beso con sabor al agua de tamarindo que acababan de beber juntos en la terraza del hogar.

Al mediodía habían visitado la tumba de María Trinidad, la hija pequeña que había muerto hacía cinco años a causa de unas extrañas fiebres que le arrebataron la vida en la flor de la edad. El padre Nacianceno enfrentó a la familia en su momento con la autoridad indiscutible de un estratega de Cristo; y había recomendado exorcizarla, pues la criatura, con apenas siete años, tenía una fuerza descomunal, hablaba en lenguas idólatras y echaba una baba negra por la boca. Ni Santa ni Emiliano lo permitieron, pues tenían fe en que cada enfermedad viene al mundo detrás de su remedio. Fue la india Agalé quien les alertó de que la niña podría estar detrás de la inexplicable matanza de las aves de corral, pues la había visto una madrugada en el establo degollando a uno de los gallos y bebiéndose la sangre como si fuera agua común. «Tiene la enfermedad del ave», había dicho la india. Al cabo de muchos días de purgativos y sangrías, la niña pareció mejorar del todo, pero luego la sorprendieron comiendo sus propios excrementos mezclados con los gusanos del fanguizal. «Ha heredado la locura de mi madre», le dijo preocupada Santa a Emiliano una tarde en que tenían a María Trinidad amarrada a la cama para que no se llenara de mordiscos brazos y piernas intentando beber su propia sangre. Pasaron muchas semanas, y en la misma medida que el cuerpo de la niña se iba volviendo óseo y escuálido, sus fuerzas -lejos de menguar ante aquella dolencia que arremetía con ímpetu de ciego- se intensificaban de un modo atroz.

jueves, 24 de abril de 2014

NO SIN MI KUBA

Alacrán, cabizbajo, infló sus pulmones con cierto aire de añoranza que, en verdad, parecía un soplo de tristeza a juzgar por el rictus incontrolado de su cara. Con la cuchilla china, cogida de revés, golpeó con el canto la carne hasta ablandarla; luego, calentó el wok, y en tres cucharadas de aceite echó la cebolla y los hongos negros previamente cortados en cuadritos. Debajo de la bata blanca y el delantal azul llevaba un pantalón de un verde olivo gastado, un zambrán ruso con funda para pistola (pero vacío) y una camisa de camuflaje también descolorida. Calzaba botas del ejército, como tres puntos mayor, que corregía con dos pares de medias gruesas y ajustando los cordones al máximo permisible. A ciencia cierta, no era el uniforme reglamentario; pero desde que Kuba se perdió, el administrador, en nombre de una antigua consideración, se hacía el de la vista perdida.
A pesar de no haber pasado ninguna escuela, nadie tan ingenioso ni eficiente como él en el arte de la cocina. Ciertas habilidades en la conquista del paladar y del buen gusto, le valieron la bien merecida fama del prestidigitador de los arroces fritos. Era, por así decirlo, la columna vertebral del Akelarre: el mejor restaurante, entre pequeñas fondas, del barrio chino. Había prestado sus servicios por más de treinta años; y estaba, por así decirlo, emparentado con el marco rojo de aquella ventana, orientada al este y única abertura del recinto. Ella lo significaba, era el testigo mudo de todos sus descansos. En cierto modo, se habitaban mutuamente. Él lo sabía, por eso nunca le faltó a su vano. ¿Qué sería de aquella vista sin sus ojos? ¿O de sus ojos sin la vista? Necesitaban habitarse para justificarse mutuamente. Visto desde afuera, hacían un cuadro único: hombre acodado, fumando, mirando hacia el levante. Desde allí conoció la ciudad en sus zonas más íntimas, incluso, cuando la muy diabla simulaba estar perdida. También vio avejentarse las paredes, los muros; y supo que a pesar de los tantos kilómetros a que distaba el mar, el viento podía cargar toneladas de sal en su regazo. Sí, estaba convencido de que solo el salitre mordía con tal furia el asfalto, lo duro, de aquella forma. Las tendederas de las azoteas vecinas le ofrecían un espectáculo de colores grato a la vista, se abstraía en aquellos capoticos de bebé, baticas de niñas, pantalones, vestidos… que ondeaban indistintamente prendidos de los palos de metal. Pero, a veces, miraba con tristeza como una brisa hostil, que surgía sin motivo aparente, los descolgaba y los mandaba lejos perdiéndolos en el más allá. Y es que aquellos prendedores de metal no tenían la fuerza suficiente para sujetarlos. En cierto modo, todo pasó a un segundo plano la tarde que la descubrió tirada allí, toda cubierta de sangre, entre cartones y periódicos del tacho de basura. Alacrán no entendía como alguien podía abandonar a una cachorrita así, indefensa, a tan triste suerte. Tenía forma de caimán, por eso la llamó: Kuba, como la isla: estrecha hacia la cabeza, larga en el centro y más abultada en las ancas. Pero, su estado era tan deplorable que los pronósticos auguraban que resistiría, a todo tirar, no más de una semana. Bastó mirarla a los ojos para que Alacrán sintiera que tenía que luchar por ella; que valía la pena pelearla, con uñas y dientes, hasta arrancarla de aquel destino, al parecer, inexorable. Años después, todos constatarían que ella estuvo a la altura de su sacrificio. Su ladrido, el más fuerte; su fidelidad, como ninguna. Todo un ejemplo de camaradería y orgullo inseparable. Allá se veían por toda la ciudad, el uno para el otro: un dueto heterogéneo y bien logrado.
Pero hoy, Alacrán le falta al vano. Nada lo enmarca. No hay ojos para mirar la vista. Con manos temblorosas revuelve la cebolla y los hongos, ahora, achicharrados. La ciudad es… no sabe… se mueve como ausente. No puede o no quiere recordar el momento en que Kuba se perdió. ¿Era un día de sol? ¿De lluvia? ¿De otoño? Alacrán cansado de esperar, sale ahí, al tacho; revuelve los cajones, los frascos inservibles; hurga, escarba entre la hierba. Dentro del Akelarre una pequeña explosión hace que la cocina arda. Por un momento, ve el fuego lamiendo las paredes, las puertas, extendiéndose a las fondas y abrasando los árboles. Pero intuye que ella está allí, escondida, oculta por miedo a su regaño. Le silba suave… después un grito fuerte, un alarido que es apenas un siseo en medio de la muchedumbre atormentada. Alguien viene a llevarlo. Él se resiste. Siente el calor ardiéndole en la sangre. Ahora más consciente la piensa entre las llamas, perdida para siempre. Su voz se ahoga, le grita por su nombre: una, dos, tres veces… Intentan detenerlo, golpea, se encorva, forcejea entre los tantos brazos que logran arrastrarlo; mientras, con ojos azorados, no deja de vocear: ¡No sin mi Kuba!... ¡No…! ♦

Martha Jacqueline

jueves, 15 de marzo de 2012

DAGUERROTIPO DE LEDEA



Relato Finalista II Certamen Internacional de Cuento “Jorge Luis Borges-2008” de la Revista SESAM (Argentina).

Era el recién llegado, un anciano de baja estatura, algo delgaducho y pelón; parecía ahogarse dentro de aquel traje gris en pleno apogeo del verano. Como muchos, había llegado con la urgencia de la contratación de ciertos servicios funerarios. Luego de salvar los trámites correspondientes, su caso, al plantearlo, sufrió varios contrastes de juicios: de total decrepitud a demencia incontrolada, de lamentable chifladura a triste suerte.
 Hablaba de un segundo diluvio acontecido en un rincón lejano de la tierra. Allá, donde la civilidad de los antiguos era adoptada por los más jóvenes y el clima era benigno, y prolífica la descendencia. Sostenía la tesis de ciertos individuos X, que insuflaban el reflejo cósmico del universo y solo podían revelarlo frente a cualquier objeto material bruñido, como un espejo. A esta suerte, los X no se miraban en sus superficies, sino las superficies se miraban en ellos, devolviendo el cosmos acontecido y proyectado así en sus almas.
Su intención no era otra que comprar un panteón sin historia, sin recuerdos de cuerpos ni colores de almas; debía enterrar la grandeza pretérita de Ledea, en la latitud más impresionante y mejor conservada. Allí, donde los muros coronaran con sus sombras la infinitud del polvo; en dirección al este, para alumbrar el tránsito de los siglos sobre sus piedras. En el empeño dispondría de toda su fortuna. Filosofó sobre el carácter simbólico de la materia, concediéndole igual importancia al cuerpo de un difunto que a cualquier otra cosa enterrada en su lugar que lo significara, en su caso: el daguerrotipo de un X de Ledea, sobreviviente y luego víctima de un ignorante que apostó por el reflejo del espejo, en pos de hacer fortuna, sin saber que aniquilándolo borraba el antes y después de aquel pedazo de mundo ajeno a la humanidad.
Para decepción del anciano, tal lugar no existía; así que, optó por mandar a construirlo. Aleccionado por ciertas observancias astronómicas, eligió las coordenadas donde el horizonte se manifestaba anchuroso y pleno. Pronto fueron alzándose ingentes estructuras; a veces, groseras en su magnitud, otras, poligonales; en ladrillos sin cocer se imprimieron escrituras silábicas con misterios de arcanos. Tal era el amor del anciano por Ledea.
Con la llegada del tercer año se anunció la ceremonia del sepelio. De todas partes vinieron a presenciar el suceso. Para muchos, era el entierro de un ataúd vacío; para otros, el de un sueño antesala de la muerte; para el dolido, la trascendencia en el tiempo de su patria. A la entrada del panteón destacaba el epitafio breve:
“Ledea ha muerto. Se nos perdió dos veces. Una por voluntad de Dios y otra por inconsciencia. Aquí yace el daguerrotipo de su intento”. 
Martha Jacqueline Iglesias

LA LLEGADA DEL ANGELOI


El adiós es un gesto difícil, sobre todo si implica despedida, distancia, pérdida. Hay adioses temporales, pero también definitivos; y, en casi todos, sobre todo cuando no queremos o no estamos preparados para decirlo, siempre nos queda la honda sensación de una amarga tristeza.
Hoy quiero compartir con ustedes esta breve historia sobre esas despedidas que pueden marcar la vida para siempre.




     Es una casita anclada en una de las callejas que desembocan en la avenida principal del puerto. Todo en ella es antiguo. Aún así, sus vitrales conservan la magia de trocear la luz y proyectarla sobre el ajedrezado suelo, en una gama de colores invictos. Su fenotipo es de trópico, algún que otro huracán le ha borrado contornos que para muchos serían necesarios; pero a mí no me importa, lo esencial es invisible a los ojos, y lleva raíces tan firmes que nunca le faltará al paisaje.
    Este es mi universo. Podría decirse, que nos habitamos mutuamente. Dentro estoy yo, despidiendo al hombre que se va. Aún nadie me enseña a decir adiós. Luego lo ensayaré muchas veces frente al espejo, pero no aprenderé. Es un gesto difícil. Nunca me saldrá por mucho que lo intente, ahora lo sé, como también sé que tampoco se me dará el olvido. Pasarán lustros de a dos, tres… y siempre habitaré el instante del hombre que se marcha, por el tiempo en que se abren las flores de pascuas, las luces de la bombillería queman y brilla el asfalto mordido por el salitre. Lo veo inclinarse para besar mi frente, despeina mis cabellos y pellizca mi nariz; en tanto yo, revoltosa, surco su entrepierna de lado a lado, fluyo ligera, una y otra vez. Si suena el cañonazo de las nueve, a los quince minutos, se habrá ido. Antes me cargará en sus brazos y, entre mimos y sonrisas, caminará hasta la puerta. Un puchero entonces, nacido desde el fondo del instinto, me hará abrazarlo fuerte como temiendo no sé qué. Para intentar borrarlo me dirá al oído: «Mi niña valiente. Cuando el Angeloi llegue, estaré de regreso». Tal susurro subrayará la importancia del no reclamo, del silencio. Me iré desprendiendo poco a poco hasta soltar su cuello y, disciplinada, lo dejaré bajarme, no sin antes prenderme, suave, mientras me deslizo, de los botones verdes de su camisa. Uno de ellos caerá y habitará en mi mano, para siempre.
Y quedaré allí, en el umbral, inmóvil, sin decir adiós pero diciéndolo. Se alejará unos pasos y sus ojos inmensos dejarán su mirada dentro de la mía, clavada en lo más hondo. A ciencia cierta, nunca sabré quién es el Angeloi; pero alguna razón me hará esperarlo durante trescientos sesenta y cinco días, cada año.