lunes, 13 de abril de 2020

Fragmento de mi novela: "El Kébir"

ANIVERSARIO

Era ya entrada la tarde cuando Santa abandonó el Ranchón del Huito. Se despidió de Emiliano, como tantas otras tardes cuando iba a visitar a la india Agalé, con un beso con sabor al agua de tamarindo que acababan de beber juntos en la terraza del hogar.

Al mediodía habían visitado la tumba de María Trinidad, la hija pequeña que había muerto hacía cinco años a causa de unas extrañas fiebres que le arrebataron la vida en la flor de la edad. El padre Nacianceno enfrentó a la familia en su momento con la autoridad indiscutible de un estratega de Cristo; y había recomendado exorcizarla, pues la criatura, con apenas siete años, tenía una fuerza descomunal, hablaba en lenguas idólatras y echaba una baba negra por la boca. Ni Santa ni Emiliano lo permitieron, pues tenían fe en que cada enfermedad viene al mundo detrás de su remedio. Fue la india Agalé quien les alertó de que la niña podría estar detrás de la inexplicable matanza de las aves de corral, pues la había visto una madrugada en el establo degollando a uno de los gallos y bebiéndose la sangre como si fuera agua común. «Tiene la enfermedad del ave», había dicho la india. Al cabo de muchos días de purgativos y sangrías, la niña pareció mejorar del todo, pero luego la sorprendieron comiendo sus propios excrementos mezclados con los gusanos del fanguizal. «Ha heredado la locura de mi madre», le dijo preocupada Santa a Emiliano una tarde en que tenían a María Trinidad amarrada a la cama para que no se llenara de mordiscos brazos y piernas intentando beber su propia sangre. Pasaron muchas semanas, y en la misma medida que el cuerpo de la niña se iba volviendo óseo y escuálido, sus fuerzas -lejos de menguar ante aquella dolencia que arremetía con ímpetu de ciego- se intensificaban de un modo atroz.


Sin embargo, nada en la temprana infancia justificaba los síntomas de la repentina enfermedad. Había nacido sietemesina, con un lunar de sangre en la frente que pronosticaba una larga vida, y un ardor de vientre que le hacía quitarse los pañales y quedarse en pelotas hasta en los días más fríos. Era precoz en desarrollo, pues a los cuatro años de nacida la cabellera color cobre le llegaba a las corvas, y un vello como hilachas de maíz tierno despuntaba en su pubis. Tenía la piel trigueña y adormecida, el andar pausado y la mirada contemplativa. Adoptó como mascota a un carnero que parecía de juguete por el destino de su uso, cuya mansedumbre armonizaba con su carácter dócil y reposado. Con tres años sabía leer y escribir a la perfección y ya chapurreaba, en un dialecto propio, la lengua de los indios. Sabía, observando el curso de las hormigas, cuándo iba a llover, y examinando las flores cómo sería la cosecha del año. Miraba el porvenir como quien ve lo que se ha ido ya, y había menstruado por vez primera cuando rompió la fuente de la madre entre gritos de recién nacida que auguraban una naturaleza más enérgica. Tocaba una flauta de bambú para apartar las discordias y ensalzar los ánimos, era una música antigua y oscura, como de memoria del corazón. Santa y Emiliano la miraban con un orgullo que no pertenecía a este mundo, pues todo apuntaba a que su hija era un prodigio pocas veces dado bajo el cielo de cada día para la contemplación de los mortales.


No sería hasta la madrugada en que cumplió los siete años, cuando todo cambió. Se volvió indócil e irreverente, hablaba por gestos y cuando se servía de la palabra el idioma era irreconocible. Gruñía como si tuviera rabia, y se encaramaba en los árboles de una altura bíblica con la misma facilidad con que caminaba por el suelo. Le salió un lunar de canas en el cabello del que tiraba con fuerzas hasta sangrarse cuando convulsionaba, y hasta llegó a beberse el fluido de su vientre. Santa conseguía apaciguarla de vez en cuando con bebedizos de hierbas en sombras maceradas con azúcares prietos o con algún vomitivo de tártaro que le hacía expulsar de sus entrañas males semejantes a los del averno. Sólo el padre Nacianceno seguía insistiendo en el ritual de un exorcismo: «Está llena de demonios. Hay que aislarla en el Pabellón de las Condenadas, allá en el Convento de la Asunción», decía cuando en las tardes de domingo la llevaban a misa. Así se fue extinguiendo de a poco, de forma que ni los mejores médicos pudieron dar un diagnóstico certero. Murió, un 14 de marzo de 1973, con su pequeño cuerpo lleno de cicatrices y los ojos abiertos, prístinos, como dos cristales de azabache.
Santa pasó frente a la estatua de la Santa Patrona del Camino, y subió los tres peldaños que la separaban de la estatua de bronce. Miró sus ojos de metal por los que parecían brotar lágrimas desde la muerte de su niña. El rostro de la Virgen se había cubierto de una pátina verde en el lugar por donde surcaba el agua que corría por las mejillas. «Es un milagro de Dios», murmuraban los creyentes en las esquinas. «La criatura debía de tener algo de santa», decían otros que la encumbraron con poderes sobrenaturales, y le pedían frente a su tumba milagros imposibles y excesivos. Santa ya no podía llorar. Había despedido a María Trinidad como si fuera a encontrarla a la vuelta de la esquina. En el hogar, el cuarto de la niña seguía intacto: sus libros, su tocador, sus cajas de música. La pequeña nunca se había interesado por el candor artificial de las muñecas, en cambio, Emiliano había construido para ella un inmenso telescopio para estudiar las estrellas y un gran pizarrón que le servía de herbario cuando hacía caso omiso de ejercitar la caligrafía. Santa la encontraba en sueños con el mismo aire reposado de la primera infancia, y ella le sonreía, vestida con una bata de volantes azules y un sombrero monárquico con flores de estambre. Era una visión etérea, con un toque del más allá, que le hacía intuir que aún estaban unidas por una fuerza superior.

En el momento que Santa depositó un ramo de rosas, de un color imposible, a los pies de la Patrona del Camino, una finísima llovizna comenzó a caer levantando de la tierra un olor a quebranto y a lágrimas sofocantes. Se incorporó, asistida por el recuerdo de sus sueños y los paliativos, que proporcionaban a un alma frágil y dolorida los privilegios de ser sierva devota de una Virgen que ocupaba un lugar importante tanto en su corazón como en sus afectos.

No la detuvo el mal tiempo. Se encaminó por la Quebrada de las Golondrinas con el vestido empapado en un agua que arreciaba y le calaba hasta los huesos, bordeando la iglesia de Santa María del Pazco, hacia el rancho de Agalé. Las torres donde se erigiría el campanario seguían a medio construir, con las campanas colocadas sobre una espadaña provisional. Los devotos aportaban su dinero y el Consejo de los Diez -que incluía a comerciantes, artesanos y tabacaleros- también rendía parte de su fortuna en nombre de la fe, pero la ayuda principal, la esperada por parte del gobierno, no acababa de llegar. Desde la muerte de María Trinidad había transformado sus creencias y roto los lazos que la unían definitivamente al padre Nacianceno y a todo lo que él representaba, pues el cura había elevado una misiva de queja hasta el obispo por el caso de la niña a la que no habían permitido exorcizar, convirtiéndose el hecho en un asunto de apremio nacional.

Agalé, que se ocupó con mano férrea de ayudar en la crianza de María Trinidad, al ver que la convicción católica de Santa se había desvanecido, la fue acercando poco a poco a sus creencias para llenar de algún modo el vacío de su fe, al que la curandera terminó rindiéndose con ánimo de confesa. De esta forma el Avá, mereció, junto a la Santa Patrona del Camino, un lugar destacado en el convencimiento de que la muerte era un estado de tránsito donde existía un cielo, que albergaba un sol resplandeciente desde donde los fallecidos velaban por el alma de sus seres queridos con la premura propia de los espíritus de paz.

Ahora, mientras caminaba frente al Trapiche del Atao, recordaba a Agalé. Una india de ley con una agudeza casi clarividente, de huesos afilados y mirada incisiva. Ella fue la encargada de preparar el cuerpo de María Trinidad antes de su entierro. La sepultó a flor de tierra, envuelta en una doble capa de cal y ceniza, para que prosiguiera su camino en armonía con su naturaleza primigenia. También le había untado los labios con ponzoña extraída de una víbora de cascabel para que los insectos y bichos no entraran por su boca, y en tela embreada le envolvió la larga cabellera para que conservara la dignidad de reina. Pero la anciana no había resistido la ausencia de la niña, y la seguía buscando en los barracones donde ella acostumbraba a protegerse de los sofocos del mediodía. Una mañana memorable ató en una sábana de lienzo crudo sus pocas pertenencias, y regresó a su choza para evitar tropezarse con las pertenencias de la difunta.

Cuando Santa llegó al rancho de Agalé, ella ya la estaba esperando. Tenía el pelo canoso recogido en un moño y estaba acostada en una hamaca de lienzo indio, con una escoba de verbena en la mano, de la que se servía para ahuyentar los insectos. Ambas se miraron y luego se dieron un largo abrazo.

—¿Lo vio Agalé? —preguntó Santa emocionada.
—Sí hija, hoy también visité la tumba y sobre ella ha brotado una flor que sólo florece cada doscientos años —dijo con lágrimas en los ojos.
—Es un milagro Agalé, un verdadero milagro—dijo Santa secándose el agua de la lluvia con un trapo que le entregó la india.
—El milagro no está en lo que se ve, sino en los ojos de quien mira —murmuró con una sonrisa.

Ambas, abrazadas, entraron en la estancia. Tenían mucho que evocar.

Martha Jacqueline Iglesias Herrera
Novela: “El Kébir”


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