Fue cuando el mar se recogió, perdiéndose más allá del horizonte, el día que terminaron sorbiéndose la sangre; sólo, que ya no había nada que sorber. Con la falsa resignación de un condenado a muerte, se habían ofrecido las venas unos a los otros. Pero se descubrieron huecos y, sin embargo, suspiraron de alguna extraña forma parecida al llanto; que, asimismo apuntaba en cierta medida al regocijo. Emiliano Roche fue el primero en partir. Santa lo siguió, como siempre, en silencio; atrás fueron también: Labrada, Basulto y Carmenates. Taguasco, se uniría después. Antes, lo intentaron todo, pero la mole de agua en su estampida no dejó nada, ni siquiera un poco de cordura. Arañaron, escarbaron, gritaron y masticaron polvo; pero ni un brote tierno, dulce y húmedo acertaron.
Bien que lo había estado advirtiendo la Bendicera; incluso, antes de que huyeran de Blenchi. Pero, aquello, era otra época. Tiempos “de boca abajo”: de vaciar los bolsillos sin temor a la pérdida, de pies descalzos y perigallos, y hasta de lucir más años que los justos, pero con todo, años de juventud. La tierra, la propia tierra, apenas si podía vencer las hierbas duras. Más de una vez, agrietada y seca, se abrió bajo los pies y chupó violenta la savia de sus mejores árboles, ahuecándolos y escupiendo luego sus raíces. Blenchi, antes próspera y floreciente, parecía una ciudad con aires de posguerra. Los sueños de siempre quedaban atrás, burlados entre las callejas nutridas a diario de vagabundos expectantes en la penumbra, donde la miseria llegó a ser contagiosa y la lucha fuerte. Si bien cuando empezaron a escasear los muertos que enterraban en sus estómagos, llegaron, incluso, a disputarse la carroña; pronto, se sorprendieron mirándose a sí mismos. Ricos y pobres llegaron a ser todos iguales: los sin mañana y sin ayer.
Martha Jacqueline Iglesias Herrera