de pelo largo,
ojos, nariz y boca de mujer.
Hagamos una locura,
un disparate.
Hazme frágil,
poetisa,
tuya,
y bebamos el amor a cucharadas.
Hagamos un dobladillo a la
dulzura,
cosamos el tiempo en la mirada,
estrujemos mi nombre con tu
nombre
y matemos a un ángel:
por amarnos,
por no amarnos,
por habernos amado hasta la
muerte,
por violentos,
por la errática luz de la mirada
por los “siempre”
por los “nunca”.
Hagamos una locura,
un disparate.
Como casi…
como nada…
como miedo de niños bajo el agua
que salvan a su sueño del
naufragio,
como ropas de algas que nos
cubren
como ganas a punto de ser ganas.
por Martha Jacqueline Iglesias Herrera
Desde España llega a Letraweb un escritor que admiro mucho: Víctor Morata. Tuve el honor de entrevistarlo por primera vez en el año 2008. Desde entonces hemos estrechado lazos de amistad recorriendo el fascinante mundo de la escritura. Dotado de una gran sensibilidad, Víctor siempre ofrece una mano amiga con la que contar. Ha sido para mí un apoyo invaluable. Hoy, trece años después, tengo la satisfacción de volver a entrevistarlo, esta vez a raíz de la publicación de su novela: "Siervos de la Guadaña", obra cuya lectura he disfrutado muchísimo y que me ha convencido de que Morata marcará una huella importante en el mundo de la literatura.
Sobre él podemos decir que es autor de más de 350 relatos cortos, 40 microrrelatos y 13 novelas. Ha sido ganador del VII Yoescribo de relato y finalista de otros concursos como el de Aullidos.
Ha publicado relatos en antologías de Tombooktú, DH, El País Literario y Holocubierta y también en fanzines literarios como el de Horror Hispano o La Gárgola.
Ha publicado en revistas como la argentina Insomnia o la madrileña Voces.
Ha participado en proyectos colaborativos como la novela de La historia de Almos.
También ha colaborado con reseñas literarias en páginas como Propera Parada: Cultura y La jungla de las Letras.
Siervos de la Guadaña es su primera novela publicada.
Mi libro "Desearte en Abril" llega a Estados Unidos, esta vez adquirido por el periodista, escritor e investigador Milton Hourcade, quien recomienda su lectura:
“Para quienes gustan de la poesía, les recomiendo este libro: “Desearte en abril” escrito por Martha Jacqueline Iglesias Herrera, una joven mujer cubana que derrocha calidad y vibrante fuerza caribeña en su decir.
Lo adquieren por Amazon, y se asombrarán de su calidad y de cuánto les llega al alma”
Gracias querido Milton, de todo corazón!!!
Para comprar "El muriente de Lupi y otros cuentos" pincha sobre la portada.
Madame Isabelle aparecía dos o tres veces por mes en el Club Chandellier, sito en la avenida Moncloa, número 314. El Chandellier ocupaba toda la planta baja del Hostal Aldalai, una joyita arquitectónica de principios del siglo XX, entonces palacete en construcción y propiedad de un tal Guillermo Aldalai Montoro. Según alguna que otra crónica de la época, la mansión –que ocupaba toda una manzana de terreno− jamás llegó a ser habitada, pues su propietario desapareció misteriosamente poco antes de la noche de su inauguración. En el transcurso de los años, la propiedad fue vendida en varias ocasiones, pero ocurrió que todos los que la compraron corrieron la misma suerte de su primer dueño, por lo que quedó completamente abandonada durante las casi nueve décadas siguientes. La llegada de la modernidad barrió, en cierto modo, con toda aquella maraña de fabulaciones en torno al inmueble, rescatándolo como herencia del pasado y volviendo abrir las puertas para el disfrute de todos.
Por cosas de la vida, de la muerte o del destino, en ese mismo Hostal me hospedé un día de otoño, el veintitrés de noviembre, para ser más preciso. Una semana antes, el señor Báez, mi jefe, había insistido en la necesidad de que tomara unas vacaciones con urgencia. Tal decisión me sobrecogió de un modo inexplicable. Me resistí a la idea cuanto pude, argumentando las más justas y disímiles razones. Pero él, me miró como aleccionado por un pensamiento antiguo y dijo:
Ben
Jochai cerró la tienda de antigüedades antes de lo acostumbrado. El reloj de la
Catedral marcaba las seis de la tarde cuando oscuros y densos nubarrones, en
dirección al norte, presagiaban tormenta. Pasados unos instantes, el clamor del
cielo embravecido llegó con las primeras gotas de agua que repiqueteaban en un
sonido monocorde contra el cristal del ventanal entreabierto. A paso apresurado
se dispuso a trancarlo mientras observaba, a lo lejos, del otro lado de la
plaza, el ritmo cadencioso de los eclesiásticos que se desplazaban por las
naves laterales de la iglesia en dirección a la sacristía. Los fuertes vientos
habían tumbado el tendido eléctrico de la cuadra por lo que la escasa luz que
alumbraba la habitación provenía de unas velas perfumadas situadas en una
pequeña mesa de caoba adosada a la estantería de libros. El mobiliario personal
era escaso, pero servía adecuadamente a sus propósitos y a los de su hijo.
El pequeño Medcezir, de apenas siete años, practicaba la caligrafía con trazos firmes y seguros en un diminuto cuaderno que su padre le había obsequiado para ese fin. Con una gran disciplina y entrega, imitaba los complicados jeroglíficos del ejemplar de turno con una maestría impropia para su edad y para sus conocimientos sobre las lenguas muertas. De pronto, se distrajo de su labor y dijo:
Quiebrahacha era una región que, de tan dura, mellaba a gusto el filo de lo que fuera. El viejo Justiniano bien que lo decía: «Quiebrahacha tiene las entrañas encallecidas y el alma casca». Todo en ella despuntaba a duras penas, pero cuando lo lograba, era con un vigor atroz y un brillo acerado. Sus colores eran fuertes y definidos, sin tonos medios. Tal es así, que el mismito verde que veíamos allá, prendido de las hojas de los árboles, se repetía así de idéntico en los frutos no hechos, en la hierba baja y hasta en los ojos de algunos. Llovía de cuando en vez, una lluvia rápida, a chorros más gruesos que el de las cañerías, con tal suerte, que si te adivinaba, dejaba un rastro de moretones en la piel y un reconcomio del diablo; y demoraba en caer casi el mismo tiempo que tardaba en agotarse el agua de los pozos. Durante el día, hacía un sol de perros, que descueraba la piel y ulceraba el estómago. Luego, llegaba una noche fresca como a modo de tregua, con un cielo bien limpio y una luna grande y un montón de estrellas. A veces ni dormíamos tratando de estirarla, pero era intento vano, la noche nos llegaba y a la vez se escurría tal como la lluvia: rápida y a chorros. Nadie en Quiebrahacha era semilla vieja. Los viejos que veíamos ya habían llegado viejos, y de tan viejos, olvidaron la edad. No se conocía un nacimiento y tampoco una muerte. Es que allá todo costaba gran trabajo: hasta nacer, envejecer o morir. Entre vecinos, la gente era algo fría y distante; nadie hablaba si no era necesario, pero cuando lo hacían, aquello se volvía una confrontación al rojo vivo y casi siempre para ajustar alguna que otra cuenta. Todos, de cierta forma, habían llegado huyendo de algún sitio. Acaso eso los hacía mirarse por encima del hombro y aferrarse a la tierra, o tal vez era por aquella historia en común que no tenían, o quién sabe, si como Quiebrahacha, ya venían con las entrañas encallecidas y el alma casca.