RIMA
LIII
Volverán las oscuras golondrinas
en tu balcón sus nidos a colgar,
y otra vez con el ala a sus
cristales
jugando llamarán.
Pero aquellas que el vuelo
refrenaban
tu hermosura y mi dicha a
contemplar,
aquellas que aprendieron nuestros
nombres...
¡esas... no volverán!
Volverán las tupidas madreselvas
de tu jardín las tapias a
escalar,
y otra vez a la tarde aún más
hermosas
sus flores se abrirán.
Pero aquellas, cuajadas de rocío
cuyas gotas mirábamos temblar
y caer como lágrimas del día...
¡esas... no volverán!
Volverán del amor en tus oídos
las palabras ardientes a sonar;
tu corazón de su profundo sueño
tal vez despertará.
Pero mudo y absorto y de rodillas
como se adora a Dios ante su
altar,
como yo te he querido...;
desengáñate,
¡así... no te querrán!
RIMA
XII
Porque son, niña, tus ojos
verdes como el mar, te quejas;
verdes los tienen las náyades,
verdes los tuvo Minerva,
y verdes son las pupilas
de las hourís del Profeta.
El verde es gala y ornato
del bosque en la primavera;
entre sus siete colores
brillante el Iris lo ostenta,
las esmeraldas son verdes;
verde el color del que espera,
y las ondas del océano
y el laurel de los poetas.
Es tu mejilla temprana
rosa de escarcha cubierta,
en que el carmín de los pétalos
se ve al través de las perlas.
Y sin embargo,
sé que te quejas
porque tus ojos
crees que la afean,
pues no lo creas.
Que parecen sus pupilas
húmedas, verdes e inquietas,
tempranas hojas de almendro
que al soplo del aire tiemblan.
Es tu boca de rubíes
purpúrea granada abierta
que en el estío convida
a apagar la sed con ella.
Y sin embargo,
sé que te quejas
porque tus ojos
crees que la afean,
pues no lo creas.
Que parecen, si enojada
tus pupilas centellean,
las olas del mar que rompen
en las cantábricas peñas.
Es tu frente que corona,
crespo el oro en ancha trenza,
nevada cumbre en que el día
su postrera luz refleja.
Y sin embargo,
sé que te quejas
porque tus ojos
crees que la afean:
pues no lo creas.
Que entre las rubias pestañas,
junto a las sienes semejan
broches de esmeralda y oro
que un blanco armiño sujetan.
Porque son, niña, tus ojos
verdes como el mar te quejas;
quizás, si negros o azules
se tornasen, lo sintieras.
RIMA
XI
- Yo soy ardiente, yo soy morena,
yo soy el símbolo de la pasión;
de ansia de goces mi alma está
llena;
¿a mí me buscas? -No es a ti; no.
- Mi frente es pálida; mis
trenzas de oro
puedo brindarte dichas sin fin;
yo de ternura guardo un tesoro;
¿a mí me llamas? -No; no es a ti.
- Yo soy un sueño, un imposible,
vano fantasma de niebla y luz;
soy incorpórea, soy intangible;
no puedo amarte. -¡Oh, ven; ven tú!
XCII
a Casta Esteban
Tu
aliento es el aliento de las flores;
tu
voz es de los cisnes la armonía;
es
tu mirada el esplendor del día
y
el color de la rosa es tu color.
Tú
prestas nueva vida y esperanza
a
un corazón para el amor ya muerto;
tú
creces de mi vida en el desierto
como
crece en un páramo la flor.
Sobre el autor: Gustavo Adolfo
Bécquer nace en Sevilla (1836) y muere en Madrid (1870). Huérfano a temprana
edad, tuvo una vida llena de sinsabores y estrecheces. Sus biógrafos lo
retratan tímido, retraído, soñador y refugiado en un mundo interno ante la
hostilidad exterior. De ahí nace la voz más pura, cristalina e íntima de toda
la lírica castellana, precisamente cuando el romanticismo se daba por terminado
aparece el puro romántico. En 1861 se casa con Casta Esteban Navarro.