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Era ella esposa de la distancia y los sustentos.
Era una ausencia cómplice
en el umbral de los días.
Cautiva de sus miedos
de lirios y margaritas blancas
sembró las pulsaciones quebradas de sus lunas.
Era él la savia intraducible de la costumbre.
Traía un sueño sin nombre a cuestas
un velero escorado en el océano de sus noches.
Irrumpieron contra el arrecife
bañaron de espumas y <<nomeolvides>> los ciclos del agua.
Y se amaron como el cántaro y la nube.
Y traspasaron ya fatigados los bordes prohibidos de la luz
cocinaron el pecado en las playas del viento
sin importarles el candor de aquella fiebre
sin espantar los perfumes
circundando las palabras más fugaces, más palabras, entre los labios.