Lo supe siempre. Al percibir la vida
doblárseme en el seno, al golpearme
un pulso repetido por las venas,
lo supe: concebía hacia la muerte.
El Otro, aquel que hallé en el Paraíso,
aquel a quien fui dada el primer día,
dormía en paz ceñido a mi costado.
Ajeno a mi pasión no interpretaba
mi vientre henchido ni mi paso lento
ni preguntó jamás por qué mis ojos
incrementaban su terror oscuro
bajo la luz de sucesivos soles.
Dos veces fui llenada de misterio:
Caín crujía en mí. Me trituraba.
Con su sabor agriaba mi saliva.
Abel me fue muy dulce. Como el zumo
de los maduros higos en verano,
se diluía en mí, sabía suave.
Jamás dobló su peso mis rodillas.