Aún
no lo sabías,
bajo
el velo de la providencia se alzaba
creciendo
a fuego y a memoria que no cierra
el
presagio de la víspera;
hasta
ser como el redoble de una oración en el altar de la plegaria
nada
más que un temblor en el soplo de aquello que divino
reinaba,
en la fragua del cielo, al filo de obsidiana;
el
bien perdido juntando las posesiones de toda absolución
al
acecho de un ademán en el contagio del ritual
vislumbrado
desde las reliquias de la noche.
Muy
poco percibiste,
apenas,
una prolongación de lo que ahora permanece,
que
despierta contigo en los rostros por los que pasarás;
y
que moldea, desde tu nacimiento en otras vidas,
el
paraíso que huye por los rincones de la tentación.
Un
talismán de las tinieblas
sepultado
en el cielo del delirio,
debajo
de las fundaciones del ardor,
cubriendo
la desnudez de los propósitos
en
las constelaciones de todo lo imposible.
Ese
tatuaje del recuerdo
que
arrebata la paz hacia lo alto de la dicha,
donde
algún gesto tuyo fue soborno
en
la memoria de la invocación y el extravío;
mientras
se precipitaba el horizonte de todo porvenir
en
la multiplicada legión del espejismo.
¿Dónde
acierta su lugar la emboscada inocencia?
¿Cómo
nombrar el idioma de ese ángel perdido,
esa
raza de infierno donde caes?
Nunca
nadie te dijo.
Te
invadieron tu infranqueable, fugitiva morada.
La
hora de la consumación
tratando
de hallar entre rescoldos el alba de la idolatría.
¿Y
qué fue de la credencial, para siempre en suspenso,
con
la que encandilabas los pasos para hallar la salida?
Siempre
lejos allá,
donde
no has sido más que los rostros por los que pasarás,
la
sombra de tu exilio.
Esteban D. Fernández