Se llamaba Ruzzo. Lo trajo un pescador,
el mismo que lo atrapó robándose unas hortalizas en la parcela aledaña a la
comisaría. Otro hijo olvidado del Cerro de San Juan, pensó la señorita Bleiz,
mientras Cloe le preparaba un baño caliente con un poco de extracto de Castaño
de Indias. Tenía el gesto arisco y la mirada huidiza, y su piel expuesta
delataba las huellas del rigor sufrido a la intemperie. Poseía la edad
suficiente para sobrevivirle a las callejas, pero muy corta aún para salvarse a
sí mismo.
Cuando Cloe lo sumergió en la tina,
parecía aún más chiquito. Daba miedo apretarlo fuerte; despojado del chaquetón
de invierno y de la mugre, destacaba un costillaje esplendoroso y una tez menos
morena de lo que parecía. Contrario a los pronósticos, era manso en el agua;
quietecito, se entregaba al beneficio de la esponja que la señorita frotaba
suavemente por su cuerpo. Y, mientras su curiosidad reconocía el lugar, cierta
adaptabilidad iba borrando el ceño de su frente. En vano trataban de adivinar
el color de aquellos ojos irritados por la espuma y los vapores que empañaban
los espejos; pero, a juzgar por cómo vagaba su mirada, no era difícil intuir el
tono de una pueril melancolía.
Luego de desaguar la tina y limpiar la
suciedad, Cloe salió precipitada, gruñendo por lo bajo, a servir la cena.
Entretanto, Ruzzo se hallaba sentado al borde de la cama envuelto en una manta
y la señorita, hincada de rodillas frente a él, le examinaba las viejas
cicatrices que cubrían sus manos, sus brazos y sus piernas. Miraba aquellas
marcas que le hablaban; ella entendía aquel lenguaje, sus gritos y silencios.
Luego de aplicarle tintura de árnica en las zonas rosáceas, ya libres de
postillas, lo abrazó con cariño y le besó la frente. Desconcertado, el niño
quedó rígido, con los ojos atónitos, estremecido por ese arranque de ternura
que le era tan ajeno. No obstante, casi que se dejó mimar y peinar y vestir,
como si aquello fuera algo que no le sorprendiera.
Bajaron por la amplia escalera tomados
de las manos. Cloe los vio de pasada, cuando disponía los últimos cubiertos.
Era en esos días lluviosos, pobres de sol, cuando llevaban la mesa larga junto
a la chimenea y disfrutaban del favor de las llamas vigorosas. Los niños
ocupaban, en bancos de pino con respaldares gruesos, los laterales; mientras
que la señorita Bleiz y Cloe presidían los extremos. Cuando vivía el señor, el
último vástago de los Loira, todo era diferente. La casa era triste y gris.
Solo las muchas alfombras, cortinajes y muebles, conseguían absorber los ecos
del tremendo vacio que patinaba por los rincones como un polvo grueso. Luego la
señorita vino y la llenó de humanidad, dándole voces a sus largos silencios.
Pese a la renuencia en la mirada de Cloe, aleccionada por una fidelidad tan
antigua como sus propios miedos. Nadie podría convencerla de que aquellos
bastardos crecerían libres de sus ruinas, de la inmunda sombra del barrio
pobre.
Ahora examinaba al recién llegado con esa
suerte de espanto que le causaba lo nuevo. Pero Ruzzo no se percataba.
Intimidado por la miraba colectiva, apenas daba unos soplillos al caldo de la
cuchara, que sostenía como si fuera una pala de abrir hueco en la tierra. Tenía
el deseo fuera de su escudilla, clavado en las fuentes bien provistas de
bocadillos recién horneados y de papas asadas con perejil. Todo le arrebataba
la impresión, hasta lo que Cloe, a fuerza de vivir en la opulencia, tildaba de
ordinario...
Martha Jacqueline Iglesias Herrera