Demasiadas mujeres como ella habían sido encantadas, unas veces por su propia voluntad, otras tantas como castigo por las obras que realizaran a disgusto de terceros. Pero había demasiadas repartidas por todo el mundo. En las historias que oía contar a los excursionistas, había descubierto la extensa tradición que existe en torno a ellas aquí y allá. Fayettes en Francia; fenettes en los Alpes Occidentales; lamiñaks en el País Vasco francés; alojas y encantadas en Cataluña... y así podría seguir, enumerando los diversos nombres por los cuales se las conoce. No obstante, había uno en concreto por el cual nadie podía admitir confusión alguna y por el cual siempre se las conocía allá donde se mentaran, eran ante todo Damas de las fuentes.
La leyenda
de cada una de ellas siempre solía arrastrar una triste historia con un cruel
final que ya no había manera de enmendar y a la cual quedaban atadas de por
vida a no ser que alguien las desencantara. Esto solamente podía ocurrir un día
de los trescientos sesenta y cinco que cubren el año, pero las horas que medían
esta posibilidad se reducían a la noche, a una noche mágica, la de San Juan. En
esas horas nocturnas, los mundos se cruzan y la posibilidad de liberarse del
hilo de oro que les ata al fondo de las fuentes y, en definitiva, a su
encantamiento, se hace patente. Estas damas de las aguas o espíritus
de la naturaleza, como a veces también se las denomina, son corrientes en
el Norte de España, Francia y en toda Europa, en lugares donde la naturaleza se
mantiene viva y radiante, aislada de la civilización y el contacto humano. Para
estas damas supone una cárcel, a veces impuesta y, otras tantas, elegida por
ellas mismas para eludir cualquier retazo de su memoria que pueda ser rescatado
de sus recuerdos más dolorosos.
Quien tiene
el privilegio o la desgracia, según se mire, de encontrarse con una de ellas,
bien podrá observar su innegable belleza. Todos coinciden en destacar sus
cabellos dorados dando sombra a unos espléndidos ojos verdes, atormentadores, y
su figura que se muestra traslúcida, dejando ver a través de ella la
profundidad de la naturaleza que se extiende a su alrededor. Si bien su
anatomía adquiere solidez en la noche de San Juan, son los menos quienes
disfrutan de esta imagen opaca. Quien se cruza en su camino con estas damas,
brujas o hadas, lo hace normalmente muy cerca de donde se encuentra su morada, pues
el hilo dorado que las retiene no les deja un radio de acción muy amplio. Ellas
eligen su propia prisión, su propia fuente, y sus virtudes y poderes con
respecto al agua que de ella mana son totalmente controladas por estos bellos
seres.
Ella, que
había olvidado ya el nombre por el que la llamaran en su vida humana, se
encontraba ansiosa por la noche venidera, la de San Juan que se encontraba
cerca. Soñaba con la posibilidad de ser liberada pero, al tiempo, su
imaginación se perdía intentando recrear una vida fuera de aquellas aguas y no
conseguía más que enfurecerse al darse cuenta que, si no podía apenas recordar
su vida anterior ni los motivos que la habían recluido allí, ¿cómo podría
empezar una nueva vida siendo lo que antes fue? No lo sabía, pero en su fuero
interno brillaba la llama de la humanidad que aún le quedaba, el calor del
sentir humano. Vagamente pudo desbastar sus recuerdos para rescatar entre la
ganga una débil imagen de aquel que amara siglos atrás, su hombre. Una cara
confusa se mostraba ante ella costándole retenerla por mucho tiempo, sin llegar
a adivinar unos rasgos precisos que le infirieran una personalidad real. La
dama había sufrido su encantamiento a raíz del abandono, su hombre había
marchado un día, sin más, y no lo volvió a ver nunca. Los días habían pasado
como lápidas que albergaban los pedacitos de su alma que iban muriendo poco a
poco, hundiéndola en la tristeza más absoluta y privándola de los placeres que
la vida pudiera otorgarle por otros medios. Hastiada y sumida en la soledad,
sin reparo y dolida hasta la médula, abandonó su hogar y se dirigió al bosque.
Allí donde una fuente brotaba, ella hundió su mano y, bebiendo sus aguas,
admiró la belleza, paz y pureza que la fuente transmitía, y la envidió; quiso
ser aquello que veía y el encantamiento se produjo. No fue fuente, pero quedó
atada a ella para siempre. Cada vez que el agua fluía, se llevaba consigo un
trocito de dolor, un pedazo de futuro inconcluso, de sueños, de miradas, de
nostalgia... poco a poco, la memoria se fue volviendo efímera y solamente podía
pensar en la tranquilidad que la naturaleza colindante le brindaba. Pero lo
cierto es que, en el fondo de su corazón, había algo que persistía y se
resistía a morir, luchaba contra la naturaleza mágica del ser en el que se
había convertido, impidiendo que su amor perdiera terreno ante el olvido. Pero
al final, el sentimiento se había vuelto opaco, sabía que estaba ahí, pero no
comprendía los motivos ni el origen. De vez en cuando, en las proximidades de
la noche de San Juan, cuando su cuerpo dejaba de ser una transparencia, su
corazón se mostraba rebelde y latía con tanta fuerza que podía oís sus latidos
como gotas de lluvia en una cueva, entonces las imágenes se sucedían como
destellos breves que le punzaban dolorosamente pero no daban claridad a su
sufrimiento.
El destino,
así de juguetón como es, quiso que un larigot llamara su atención con su
encantadora melodía y, siguiendo las notas que emitiera, se aproximó a uno de
los matorrales cercanos a la fuente. Con las manos, separó delicadamente los
matojos, dejando un hueco libre para asomar la cabeza. Un pastor joven se
hallaba sentado en una roca. Estaba solo, no había rebaño, pero reconoció en él
el aroma de su oficio y los atuendos en los que se encontraba encamisado. Lo
miró con atención, encontró en él rasgos familiares que no supo asociar. Rasgos
que el tiempo se había llevado en el olvido. Su corazón palpitó fuertemente sin
sentido aparente. Lo observó largo tiempo, de forma abusiva, como queriendo
retener aquel momento por el resto de sus días. No solía pasar mucha gente por
allí y, cuando lo hacían, evitaban acercarse a la fuente por temor a cualquier
tipo de magia que pudiese condicionar sus vidas. El muchacho parecía, por el
contrario, bastante tranquilo. Antes que la noche cayera sobre el bosque, el
joven pastor se levantó y se fue. La dama lo siguió con la vista hasta que la
maleza hubo borrado sus sombras. Una pequeña punzada en el pecho le hizo soltar
una lágrima que se unió al caudal de la fuente. Recordó entonces que no era la
primera vez que sus lágrimas se mezclaban en las aguas de aquel manantial. Tan
pronto como hubo advertido este hecho, con la misma rapidez que se avino a
ella, se marchó sin más. Únicamente quedó en ella ese sabor amargo y seco de la
sed no saciada, esa pastosidad y dificultad de tragar. La congoja se hizo
manifiesta en ella. En ese momento deseó que el muchacho volviese al día
siguiente.
No supo si
su poder había sido el causante de la vuelta del pastor al día siguiente, pero
se alegró de verle de nuevo. Volvió a entonar una dulce canción que resultaba
extrañamente familiar a la dama prisionera. Sin embargo, no podía recordar,
solamente sabía que le gustaba aquella música y la disfrutaba henchida de
felicidad. Día tras día, el joven deleitaba con su cadencia a la encantada y
raudo aconteció que un ardor fue creciendo en su pecho. Sabía que pronto
llegaría la noche mágica y había decidido poner a prueba al joven para que
intentara liberarla; de nuevo tenía ganas de ser humana, tan sólo por sentirse
junto a aquel que despertara en ella tan profundos e inexplicables
sentimientos.
El día de
la noche de San Juan, el joven pastor no vino, como de costumbre, recién
entrada la tarde. La dama conoció la desesperación y rabió por dentro; caminaba
rápidamente de un lado a otro, rodeando la fuente, pensando en los motivos que
podían haber llevado al muchacho a desertar de su faena diaria. Temió no volver
a verlo jamás. Otro flash asomó a su mente, el del abandono que sufriera justo
antes de verse atada a aquella fuente. Se evaporó, dejándole una amarga
sensación. La angustia empezaba a emerger lentamente, como un licor que se
destila a fuego lento. Pero todo su malestar se esfumó repentinamente cuando
llegó a sus oídos un sonido de ramas no muy lejano. Se asomó por donde tenía
costumbre y allí estaba él. Esta vez su perfume era diferente... olía a agua de
rosas y su atuendo se mostraba distinto, más elegante de lo que solía. Sacó su
pequeña flauta y entonó, una vez más, aquellas melodías que tanto le gustaban a
ella. Entonces, la noche se vino lenta, dejando poblar el cielo de estrellas
con calma. La dama se miró detenidamente mientras su cuerpo se solidificaba. Se
miró las manos que perdían transparencia, sus pies desnudos ocultando la hierba
bajo ellos. El joven seguía allí. Ella apartó los matojos que hasta entonces le
habían permitido robar las notas de aquella música a escondidas y se aproximó
al joven con cautela. El pastor se volvió sin dejar de tocar. Cuando estuvieron
lo suficientemente cerca, el muchacho cesó su melodía y le sonrió ampliamente.
Ahora, el sentimiento de familiaridad del muchacho había crecido sobremanera.
Se sentía muy cercana a él. Entonces, el pastor miró con ternura el tobillo de
la dama y apreció el cordón dorado que la ataba. Se agachó y rozó delicadamente
su pie. Entonces agarró el hilo y lo siguió hasta la fuente con cuidado de no
romperlo. Una vez frente al origen del manantial se asomó estudiando el fondo.
Tiró cuidadosamente del hilo hasta que el extremo salió del agua. La dama
estaba libre por fin. Entonces, el chico se acercó a ella y la abrazó. Se
separó unos centímetros y acarició su cara.
−Estás tan
bella como te recordaba Amor mío –dijo el pastor con una lágrima asomando sin
llegar a brotar.
−¿Lucio?
¿Eres tú? –su mente volvía a recobrar
los recuerdos perdidos por los años, poco a poco las incógnitas se fueron
transformando en afirmaciones – Eres tú, eres tú... – y se echó a llorar
henchida de felicidad
−Sí, Amor mío,
Evangelina... soy yo... – y la besó con dulzura.
Ambos salieron del bosque cogidos de
la mano. Lucio explicó a su amada que siglos atrás, cuando él marchara con el
rebaño hacia el pueblo vecino, fue sorprendido por una cuadrilla de malhechores
que pretendieron robarle. Ante este suceso, Lucio no pudo más que defenderse a
golpe de bastón. La mala fortuna quiso que los ladrones estuvieran al servicio
de un poderoso brujo y el joven pastor fue hechizado y condenado durante
trescientos años bajo la forma de piedra en el mismo camino en el que le sorprendieran.
Así, el tiempo pasó y, mientras él soportaba la condena de no volver a ver a su
amada, Evangelina sufría de pena y acababa encantada entre las aguas de aquella
fuente. El destino quiso que, cuando Lucio despertara del encantamiento,
encontrara a su amada, y fueron diversas las señales que le avisaron de la
ubicación de aquella que quedara abandonada sin previo aviso. Los pueblos se
hacían eco de leyendas e historias que bien le habían servido al muchacho para
averiguar el paradero de Evangelina, pues muchos contaban que un espíritu de la
fuente había surgido de la pena de un abandono y la descripción de aquellos que
la habían visto se aproximaba con fidelidad al recuerdo que él tuviera de su
amada. No obstante, la capnomancia que el pastor había aplicado tantas veces
para prever un buen pasto o el tiempo venidero también había sido de gran ayuda
a la hora de localizar a la encantada. Sabiéndose olvidado por el
encantamiento, Lucio se propuso ponerse al alcance de la vista de su amada para
evocar en ella el sentimiento que antes se profesaban y así propiciar la cadena
de acontecimientos postreros. Así fue que visitó las cercanías de la fuente,
sabiéndose observado y rescatando, poco a poco, el sentimiento que el corazón
de la muchacha aún albergaba entre penumbras. Habían pasado muchos años desde
que ambos se separaran, pero ahora toda una vida les quedaba por delante, en un
futuro totalmente desconocido para ellos y al que procurarían amoldarse de la
mejor manera posible, pero siempre, siempre, bajo las alas de aquel Amor tan
profundo que había sobrevivido a lo largo de los siglos y que les acompañaría
por toda la eternidad.
Víctor Morata Cortado