domingo, 21 de marzo de 2021

EL MURIENTE DE LUPI...

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Madame Isabelle aparecía dos o tres veces por mes en el Club Chandellier, sito en la avenida Moncloa, número 314. El Chandellier ocupaba toda la planta baja del Hostal Aldalai, una joyita arquitectónica de principios del siglo XX, entonces palacete en construcción y propiedad de un tal Guillermo Aldalai Montoro. Según alguna que otra crónica de la época, la mansión –que ocupaba toda una manzana de terreno− jamás llegó a ser habitada, pues su propietario desapareció misteriosamente poco antes de la noche de su inauguración. En el transcurso de los años, la propiedad fue vendida en varias ocasiones, pero ocurrió que todos los que la compraron corrieron la misma suerte de su primer dueño, por lo que quedó completamente abandonada durante las casi nueve décadas siguientes. La llegada de la modernidad barrió, en cierto modo, con toda aquella maraña de fabulaciones en torno al inmueble, rescatándolo como herencia del pasado y volviendo abrir las puertas para el disfrute de todos.

Por cosas de la vida, de la muerte o del destino, en ese mismo Hostal me hospedé un día de otoño, el veintitrés de noviembre, para ser más preciso. Una semana antes, el señor Báez, mi jefe, había insistido en la necesidad de que tomara unas vacaciones con urgencia. Tal decisión me sobrecogió de un modo inexplicable. Me resistí a la idea cuanto pude, argumentando las más justas y disímiles razones. Pero él, me miró como aleccionado por un pensamiento antiguo y dijo:

 

―Un poco de ocio le hará bien, créame. Le prometí a su padre, que en gloria esté y el cielo lo guarde, que velaría por su futuro. Dígame, ¿acaso pretende ser el último vástago de los Loira? Salga, diviértase… no estoy aquí para juzgarle.

―Pero…

―No, no tiene que agradecerme nada. La vida no es sólo trabajo. Por una vez, esfuércese por escuchar a los más viejos.

―Y… ¿adónde iré?

―Pues… ¡adonde le plazca, señor mío! Es libre. ¿Acaso no lo entiende? ¡Libre!

―Ahí está el problema señor Báez, solo sé trabajar.

A juzgar por el tono cambiante de su rostro y los labios contraídos, debió sufrir un ligero sofoco. Se aflojó el nudo de la corbata y, acto seguido, barrió con todo lo que había encima del escritorio arrojándolo al suelo. Sacó de la gaveta un viejo mapa, lo desenrolló, lo estiró sobre el mueble y apuntó, sin dejar de mirarme, aleatoriamente con el índice. Luego bajó la vista y dijo:

 ―¡Aquí está! Problema resuelto. L-U-P-I ―deletreó entornando los ojos sobre el punto que señalaba el dedo, con cierto aire de satisfacción.

―¿Lupi? ―pregunté perplejo escudriñando el pliego con la vista―. Nunca lo he oído mentar.

―A decir verdad, yo tampoco ―murmuró como hurgando en su memoria con cierto aire dubitativo―. Pero allá irá, es su destino, ¿lo ve? Luego nos contará.

Con la misma, me tomó por el brazo y me llevó hacia la puerta.

―Bueno, ya sabe. Relájese y disfrute. En menos de lo que canta un gallo, estará de regreso hecho todo un lupeño.

Luego me dio unas palmaditas en la espalda, indicó a la secretaria que me pagara dos meses por adelantado y me corrió amablemente de la oficina.

Fue así, como siete días más tarde llegaba yo, medio perdido y dando tumbos, a esa geografía del otro lado de la tierra. Me impresionaba la forma en que mi padre, aún después de muerto, seguía ejerciendo su autoridad sobre los vivos, al punto de sustraerme por completo de mis obligaciones diarias y convertirme en un forzoso huésped en un lugar desconocido. Sentí aquella irrupción una descortesía de su parte, un abuso de poder y un atentado al buen curso de mi equilibrio emocional. Hasta llegué a sentir su mirada severa quemándome la nuca. A mi juicio, no le bastaba con haber conseguido, en vida, la ruina espiritual de la familia; ahora, tres metros bajo tierra, seguía empeñado en demostrar el cruel alcance de su jurisdicción.

Dado el rumbo inevitable de los acontecimientos, de aquel lugar esperaba, al menos, la generosidad de su naturaleza o quizás, tan sólo, la benevolencia de su gente. Pero nada de esto sucedió. Entre el fin de mi trayecto y Lupi, se extendía aquel camino que llamaban: La Novia del Mediodía. Al parecer, en aquella estación, nadie estaba dispuesto a transitarlo. A duras penas, y a fuerza de mucho batallar, pude conseguir un arriero que quiso llevarme a mi destino. Más intrigado que nervioso por aquella inexplicable actitud, me acomodé lo mejor que pude en la parte trasera del carricoche, valiéndome de mi maleta como punto de apoyo a falta de barandillas. Antes de emprender la marcha, dijo el arriero:

 

―Si trae alguna capa resistente, es hora de que se la ponga señor.

Orienté mi vista al cielo. Había algunas nubes ligeras, pero a juzgar por su altura no las creí motivo de preocupación.

―No creo…

El hombre lanzó una carcajada malévola y, como adivinando lo que iba a decir, dijo con voz ahogada:

―Ojalá fuera lluvia lo que cayera, señor.

―Podría explicarme, ¿qué otra cosa pudiera caer? ―pregunté molesto por aquella repentina risa.

Su rostro se ensombreció y adquirió una expresión desolada.

 ―¡Pues vaya usted a saber! Yo sólo le advierto, señor.

Dicho esto, quedó en actitud de profunda meditación mirando de soslayo el camino. Hubiera jurado en el breve instante de contemplación, que aquel hombre, aún vigoroso, adquiría una ancianidad manifiesta. El tiempo parecía volcar en él su vértigo sin detenerse siquiera un segundo. Sería inútil tratar de describir el efecto que aquella visión ejerció sobre mi ánimo. Obediente, rebusqué entre mis pertenencias hasta encontrar el viejo chubasquero amarillo y, a pesar del calor, me lo encasqueté sin chistar, con gorro y todo. Al verme listo, ocupó su lugar en silencio, arrió la mula y partimos. Desde mi posición, pude advertir el pulso tembloroso de sus manos. Era como si sostuviera una lucha encarnizada consigo mismo por lograr el control de su espíritu y vencer cualquier oposición que le hiciera dudar de proseguir adelante.

Quise preguntarle por qué aceptó llevarme. Por un instante, amagué el gesto. Guiado por no sé qué instinto, callé. Sin embargo, tal parecía que aquel hombre podía leer mi pensamiento. Para mi sorpresa, respondió:

 ―El recelo no llena la tripa de los hijos, señor.

A pesar de que no podía ver su cara, intuí que sonrió ante mi desconcierto. No supe qué decir, y como si volviera adivinarlo preguntó para llenar el vacío:

―Y a usted, señor, ¿qué vientos lo traen por estos rumbos?

Entonces fui yo quien lanzó una carcajada. Aquella pregunta disparó toda la tensión acumulada en mí. Pero el arriero no se asombró, siguió como un burro orejero mirando al frente, esperando que yo me resolviera decirle. ¡Nada más y nada menos que un dedo! ¡Por Dios! Ese era el viento que había dispuesto azarosamente mi destino. Una cierta amargura rebajó mi carcajada a sonrisa y luego al rango mínimo: a nada. Fue, como si se hubieran borrado en mí todas las líneas y gestos de expresión.

 ―¡Vaya usted a saber! ―solté haciendo mías sus palabras.

En esta ocasión si se volvió para mirarme y sonrió con el mismo aire sombrío de la primera vez.

Mientras avanzábamos, noté que el paisaje cambiaba con la misma facilidad que el rostro del arriero y el mío. Por momentos, se templaba el clima. Discurríamos entre parajes de un verde intenso. Por aquí y por allá, se alzaban pinares dispersos que se alternaban con árboles de poderosas raíces y lomas de suaves curvas. Bandadas de pájaros se veían surcar el cielo alineados en forma de cometa. Atravesábamos trechos de oscuras sombras, tan espesas, que difuminaban el contorno de lo que por allí había. A ciencia cierta, no sabría decir, si eran las formas de la vegetación o las ruinas de alguna construcción antigua o los desniveles propios del terreno, pero sólo se mal veían grandes bultos, algunos crecidos en su verticalidad como si quisieran penetrar el cielo. Parecía que el sol sufría breves lapsos de eclipses. Aun cuando no lo hablamos, supuse que, al arriero, al igual que a mí, debían desconcertarle aquellas imprevistas fluctuaciones de temperatura. Sin lugar a dudas, estábamos ante una anomalía, al menos para mí, nunca vista: en los espacios bañados por el sol, hacía mucho frío; en los avasallados por las sombras, el calor era intenso.

Si bien se notaba a simple vista que el arriero sufría la tiranía del tránsito, en mi caso particular, debo confesar que no me asustaba apenas aquello que veía. El entorno llevaba cierta armonía con mi temperamento.

Llevábamos aproximadamente una hora de camino cuando, de pronto, la mula se detuvo sin querer avanzar. El arriero, más enojado que nervioso, lanzó un suspiro de resignación.

―No la mire con deseo o se alimentará de su semilla ―dijo bajándose el sombrero hasta cubrir sus ojos.

―¿A quién no he de mirar? No veo a nadie ―comenté lanzando una ojeada a mi alrededor.

El cielo se había vuelto oscuro. Parecía de noche. Entonces, en el claro del bosque, un relámpago iluminó a una criatura hermosísima. Estaba completamente desnuda y se frotaba con ardiente deseo contra una figura salida de la tierra que tenía forma de falo.

―Es el falo del roble… ―dijo el arriero con inquietud―. Dicen que ella, la novia del mediodía, es una bruja que le da hijos al árbol. No se engañe por su apariencia, es viejísima, debe tener como cien años.

―¿El falo del roble? ¿Una bruja? ―pregunté lanzando una carcajada―. ¿Habla usted en serio?

―Mire, cuenta la leyenda, que ese roble fue partido por un rayo a principios del siglo pasado. El esposo de Isabelle, la mujer que ve usted ahí, se estaba muriendo. Era uno de los mejores escultores del pueblo. Para satisfacer, en su ausencia, los ardores de su mujer, talló en el muñón del árbol un falo para que sobrellevara su soledad. Cuando murió, ella esparció sus cenizas en ese lugar, por eso todos dicen que su espíritu se fundió con el del roble milenario ―dijo y bebió de una cantimplora un poco de agua―. Pero cuentan los más viejos, que para que el hechizo del embarazo sea efectivo y el ritual llevado a buen término, ojos humanos deben mirarla con deseo en el momento de su éxtasis. Lo increíble es que dicen que el árbol eyacula savia, por lo que le ha dado un hijo. Un hombre mitad vegetal, mitad humano. Es alguien que no puede morir, es como el árbol: milenario. Le llaman “El muriente de Lupi”.

Yo escuchaba todo aquello, incrédulo, con una perplejidad enorme. Los relámpagos fueron sucediéndose con frecuencia, al punto, que eran más los momentos de claridad que de oscuridad. Allí, con aquella mujer ofrecida en todo su esplendor, con sus rubios cabellos alborotados por el viento, con las gotas de lluvia dándole a su cuerpo una sensualidad acuosa, con aquella mujer estremeciéndose, gimiendo y gritando, no pude evitarlo y sentí la tenaza del deseo aprisionándome. Entonces, ella se detuvo y, como si supiera las ganas que yo tenía de calmar mis repentinas ansias, me miró sonriendo y se arrodilló frente al falo del árbol de cuyas entrañas brotó una sustancia blanquísima como lava de un volcán. Luego, con su boca, abierta como la flor del deseo, succionó aquella especie de semen vegetal.

No me di cuenta de cuándo volvimos a emprender la marcha. Tampoco me percaté de que el mal tiempo había pasado y el sol iluminaba toda la explanada. Aquellas imágenes habían quedado grabadas a fuego en mi memoria.

―Es difícil resistirse ―dijo el arriero sacándome de mi ensimismamiento―. Ella lo sabe, por eso siempre espera nuevos viajeros que crucen por su camino. Cada día son menos los que pasan y más los que le temen. Ojalá usted siga mis recomendaciones o verá que se arrepentirá.

Cierto temor me embargó al oír sus palabras. No había podido resistirme a la visión y, ahora, notaba que algo había cambiado en mí. Pero traté de pensar en otras cuestiones. El resto del viaje ocurrió sin contratiempos y al fin llegamos al poblado.

―Bienvenido a Lupi ―dijo el arriero ayudándome a bajar el equipaje―. Este es el Hostal Aldalai, aquí estará cómodo.

―Gracias por la recomendación de la capa, me hubiera mojado ―dije agradecido.

―No hay de qué, tuvo usted suerte… mucha suerte de que sólo cayó agua ―dijo en un tono intrigante.

―¿Cuánto le debo?

―Con cincuenta lupines estará bien.

Como ya había cambiado algunas monedas en la terminal le entregué lo convenido al arriero y lo vi partir.

Cuando iba a coger mi maleta, una mano, fuerte y vigorosa, me la arrebató. Tuve que hacer un gran esfuerzo para no gritar. Frente a mí se hallaba un ser todo desfigurado. Más tarde comprobaría que era aquel al que el arriero había llamado “El muriente de Lupi”: el hijo de la bella criatura del bosque. Luego supe que era una sombra temblorosa que vagaba por las calles en las noches sin luna, en aquellas sin encanto especial, donde lo único diferente era el ruido arrastrado de sus pasos. Se había consumido antes de nacer y tenía la esperanza de encontrar en la muerte un cuerpo vigoroso. Decían que olía a muerte, por eso algunos le temían y disimuladamente le esquivaban. Pero no podía morir. Daba lástima ver cómo lo intentaba. Tenía más vidas que un gato y las consecuencias de sus intentos le dejaron un cuerpo deformado. Era un alma en fuga que sufría su forma. Lo único bello eran sus ojos. Aquellos ojos que me recordaron la fugaz mirada de su madre. Tras la impresión inicial mi expresión sufrió un aire de repentina adaptabilidad. Tal parecía que lo conocía de toda la vida. Llevó mi equipaje a la sala de recepción y luego extendió la mano. Le pagué cinco lupines y permaneció inmóvil como una estatua. Agregué otros cinco y entonces se marchó.

Mis días iban transcurriendo con gran monotonía. Lo único que estimulaba mis pasiones era el recuerdo de la mujer del bosque. Era un pueblo callado, casi fantasmal. Los pocos niños que había tenían mirada de viejos. No jugaban, ni corrían, ni gritaban. Iban de un lugar a otro acarreando agua, cargando leña, limpiando las calles. No se veía ni rastro de sus padres. Siempre andaban solos, descalzos, sucios y malolientes. El dinero obtenido por sus servicios se lo entregaban a Urfé, así llamaban al muriente. Nadie hablaba más que lo necesario. Hasta el Club Chandellier, donde esperaba encontrar un poco más de motivación, era un local triste, ajado, donde los hombres iban solos sin encontrar mujer.

De pronto, una noche llegó ella, Madame Isabelle: la criatura de mis ensueños. Llevaba un vestido de gasa blanca y los pies descalzos. Entonces percibí un poco más de animación en el ambiente. Había una subasta. Luego supe que subastaban un hombre para ella: un macho para entregar a su carne. Estaba admirando sus formas cuando todos empezaron a aplaudir. Me miraban con odio y con envidia. Había salido mi número y tenía derecho a pasar una noche con ella. No supe qué decir. ¿Qué extraña fuerza me había dejado sin habla? La atracción que ejercía en mí era algo bruto, divinizado, salvaje, inevitable. La advertencia del arriero no tenía poder contra sus encantos.

Me hizo una seña y la seguí embelesado por el oscuro corredor que daba a una habitación en el ático. Con gran maestría me fue despojando de mis ropas hasta que quedé completamente desnudo. Despertó en mí un deseo obsceno, casi animal. Ella tomó mi pene entre sus dedos índice y pulgar. Empezó a lamer de forma avariciosa, complacida con la dureza de mi miembro que iba tomando proporciones bíblicas. Su lengua se movía en círculos, ensalivándome, estremeciéndome, hasta perder casi la razón. Luego, sin quitarse el vestido, cabalgó sobre mí de la misma forma que lo había hecho con el falo del roble. Me miraba, con sus ojos bellísimos, haciéndome partícipe de la desenfrenada locura de su goce. Entonces, todo se volvió negro. Sentí que algo me daba un fuerte golpe en la cabeza al tiempo que la bella criatura se transformaba en una vieja horrible que lanzaba una carcajada malévola en forma de alarido. Tal impresión hizo que me desmayara.

Cuando volví en mí ya había amanecido. Estaba vestido y Urfé se encontraba sentado en un rincón.

 ―Yo la odio y la idolatro ―dijo con aflicción―. Deberá disculparla. Para una bella mujer como ha sido ella, es difícil envejecer. Por eso toma la juventud de sus amantes.

―¿Dónde está? ―dije frotándome la cabeza por el inmenso dolor que sentía.

―Se ha ido a su lugar, al bosque ―murmuró por lo bajo.

―¿Fuiste tú el que me golpeó? ―pregunté molesto.

―Tenía que impedir que le diera su semilla o ahora estaría usted muerto ―dijo mirando por la ventana hacia lo lejos―. Mírese en el espejo.

No supe qué pensar. Obedecí y, al mirarme, lancé un grito de horror. Llevaba la piel pegada al esqueleto. Había bajado no sé cuántas libras y mi pelo negro estaba completamente encanecido. Sentí una profunda aversión por la vida. Un vacío físico se apoderó de mí.

 ―¿Qué me ha pasado? ―pregunté al borde del llanto.

―Le ha succionado toda su vitalidad para coger fortaleza ―dijo con un aire de resignación―. Pero estará bien, no se preocupe. Sólo márchese mientras pueda y no mire hacia atrás.

―¿Por qué me has ayudado? ―pregunté con curiosidad.

―No soy un hombre noble, créame. No tengo buenos sentimientos. No lo he ayudado, sólo traté de impedir los deseos de ella para mi propia satisfacción. ¿Ve esos niños que andan por el pueblo? Son niños robles, hijos de la bruja, mi madre. Son mitad vegetal, mitad humanos. Al igual que yo, no podrán dejar este mundo en mucho tiempo. Sentí envidia de usted, de que pudiera morir tan fácilmente y, encima, con placer. Es mi venganza hacia usted y hacia ella.

Diciendo esto salió y cerró la puerta tras de sí.

 Minutos después estaba con mi maleta en el borde del camino. Esperé mucho tiempo y no conseguí a nadie que quisiera llevarme de regreso a mi destino. Entonces, para mi sorpresa, vi al mismo arriero que me había traído. Al ver mi aspecto me miró no sé si con tristeza o lástima. Le iba a preguntar que por qué había regresado a buscarme y respondió antes de que pudiera hablarle:

 —El recelo no llena la tripa de los hijos, señor. ♥

 

Martha Jacqueline Iglesias Herrera

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