Calíghuly,
año 1779
La vieja Maía se asomó a la ventana y observó al sol que,
como una gran bola de fuego, alcanzaba su punto alto en el cielo. El calor del
astro, sin embargo, no era suficiente para menguar los rigores del invierno. La
Epidemia de Calandra, traída del Alto Valle por comerciantes y usureros, cada
día hacía más estragos entre los habitantes de Calíghuly. Maía observó la calle
principal donde se alzaban pilas de cadáveres humanos con los cuerpos llagados
y los ojos abiertos por un terror antiguo. Los niños huérfanos corrían, sin
temor al contagio, alrededor de los difuntos arrebatándole las pertenencias y
los objetos de valor.
La hechicera cerró la ventana y movió con cansancio la
cabeza. Al lado de la chimenea, Ougust maullaba -simulando el llanto de un
recién nacido- mientras arañaba con sus uñas el piso de tierra apisonada de un
color rojo diabólico. La cabaña era de reducidas proporciones, pero tenía un
desorden que parecía el orden de la investigación perseverante. Encima de la
puerta de entrada un gran cuervo disecado se mantenía en posición de vuelo. En
un estante se amontonaban frascos con baba de gato, alas de murciélago, polvo
de alacranes y dientes de perro. Por doquier había pinzas, moldes oxidados,
redomas ventrudas con líquidos opalescentes que exhalaban relentes ácidos que
producían escozor en la nariz, vasijas de cuello corto taponadas con cera y
libros cenizosos con cintas selladas con plomo.
Cuando Maía vio al espíritu del primer muerto atravesar
la pared de la estancia, comprendió que había llegado su final. Debía actuar
con prontitud. Se alzó la amplia falda de volantes azules y vio su pierna derecha
cubriéndose de llagas. Se dirigió a la mesa de roble y colocó un rollo de
pergaminos amarillentos, les sacudió el polvo y los extendió sobre la
superficie. Luego de un rato sumergida
en una lectura que la condujo a profundas reflexiones, tomó una bombona de
vidrio ámbar y extrajo de su interior un gran sapo toro. Con pericia de
cirujana lo abrió al medio, pues para que el hechizo tuviera efecto debía
consultar sus órganos mientras aún latían, y allí leer los designios del
porvenir. Tras un rato de meditación, extrajo las vísceras del anfibio y las
convirtió en un puñado de cenizas que depositó en un cuenco con otros polvos
destinados para el objetivo previsto.
La hechicera salió de la cabaña, arrastrando la pierna
afectada, cuando el sol estaba a pocas horas de ponerse tras el horizonte. Los
que la vieron salir en dirección a las Ruinas, a las altas montañas, con la
redoma de perfumes colgando de la misma mano que la camándula, rezaron un
Padrenuestro. Nadie que apreciara su vida iba por aquellos parajes. Los que lo
habían intentado nunca volvieron. Pero Maía parecía inmune a los malos
presagios. Muchos le temían en silencio.
Después de casi tres horas de caminata, cuando llegó a la
cima de la montaña más alta, miró hacia el Valle. Sólo el humo de las chimeneas
que se alzaba como queriendo alcanzar el cielo, daba muestra de la existencia
del pueblo entre las brumas de la tarde que se extinguía.
La hechicera asintió con la cabeza como si se entendiera
con alguna entidad invisible que flotara ante sus ojos. Penetró en las Ruinas y
se detuvo en el sitio indicado. Sabiéndose la única humana por esos lares, sacó
de su morral el cuenco repleto de cenizas y otros polvos, y los esparció con su
huesuda mano hacia el gran Dolmen. Al instante, la estructura pétrea crujió,
con un lamento de siglos, deslizándose sobre sí misma hasta dejar una abertura
en el suelo que conducía a una puerta de roble antiguo. Maía tomó al felino por
el cuello y lo colocó sobre la cerradura clausurada por una tozudez de años. Comenzó
a entonar un cántico ininteligible que se confundía con el rugido del viento.
Entonces, el gato fue perdiendo consistencia hasta volverse un humo –denso y
oscuro- que reptó a través de la puerta liberándola del cerrojo.
La hechicera sonrió.
Cuando al fin liberó la entrada, dos Drocornios,
envueltos en un aura luminosa, salieron de las profundidades del subsuelo entre
una emanación de gases sutiles. Dos corceles, hembra y macho, bastarían para la
perpetuación de la especie, pensó Maía mientras volvía a clausurar la puerta.
El gato, a su lado, materializado de nuevo, se le enroscó en los pies al tiempo
que emitía un maullido. Al instante, se fue transformando en un hombre de
mediana edad de complexión robusta y fuerte que se contorsionaba en el suelo. Maía
le lanzó una muda de ropa que llevaba en el morral para que cubriera su
desnudez.
—¡Amma! —dijo Ougust como esperando este momento.
—Justo a tiempo, mi querido Ougust, justo a tiempo —dijo
abrazándolo.
La vieja vio a los Drocornios alejarse, en espléndido
trote, por la llanura de Calíghuly. Al paso de los mismos florecían las hierbas
quemadas y mustias por el frío, los árboles parían frutos de una apariencia
edénica y la naturaleza parecía despertar de un profundo letargo. Maía observó
su pierna ya libre de las llagas. Sabía -porque así estaba escrito- que luego
de liberar a los Drocornios en Calíghuly los paralíticos caminarían de nuevo,
los ciegos recuperarían la visión y los muertos volverían a levantarse.
Luego, tomó rumbo norte, acompañada de Ougust, mientras
cantaba:
Viento, la
niña está naciendo…
Ya viene
la jineta, ya viene
los
Drocornios están sueltos,
ya viene Ashanti, La Gathera...
Martha Jacqueline Iglesias Herrera
De la novela en proceso de reescritura: El Engastador
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