miércoles, 2 de noviembre de 2022

Los Drocornios de Calíghuly (Fragmento de mi novela El Engastador)




Calíghuly, año 1779

La vieja Maía se asomó a la ventana y observó al sol que, como una gran bola de fuego, alcanzaba su punto alto en el cielo. El calor del astro, sin embargo, no era suficiente para menguar los rigores del invierno. La Epidemia de Calandra, traída del Alto Valle por comerciantes y usureros, cada día hacía más estragos entre los habitantes de Calíghuly. Maía observó la calle principal donde se alzaban pilas de cadáveres humanos con los cuerpos llagados y los ojos abiertos por un terror antiguo. Los niños huérfanos corrían, sin temor al contagio, alrededor de los difuntos arrebatándole las pertenencias y los objetos de valor.

La hechicera cerró la ventana y movió con cansancio la cabeza. Al lado de la chimenea, Ougust maullaba -simulando el llanto de un recién nacido- mientras arañaba con sus uñas el piso de tierra apisonada de un color rojo diabólico. La cabaña era de reducidas proporciones, pero tenía un desorden que parecía el orden de la investigación perseverante. Encima de la puerta de entrada un gran cuervo disecado se mantenía en posición de vuelo. En un estante se amontonaban frascos con baba de gato, alas de murciélago, polvo de alacranes y dientes de perro. Por doquier había pinzas, moldes oxidados, redomas ventrudas con líquidos opalescentes que exhalaban relentes ácidos que producían escozor en la nariz, vasijas de cuello corto taponadas con cera y libros cenizosos con cintas selladas con plomo.

Cuando Maía vio al espíritu del primer muerto atravesar la pared de la estancia, comprendió que había llegado su final. Debía actuar con prontitud. Se alzó la amplia falda de volantes azules y vio su pierna derecha cubriéndose de llagas. Se dirigió a la mesa de roble y colocó un rollo de pergaminos amarillentos, les sacudió el polvo y los extendió sobre la superficie.  Luego de un rato sumergida en una lectura que la condujo a profundas reflexiones, tomó una bombona de vidrio ámbar y extrajo de su interior un gran sapo toro. Con pericia de cirujana lo abrió al medio, pues para que el hechizo tuviera efecto debía consultar sus órganos mientras aún latían, y allí leer los designios del porvenir. Tras un rato de meditación, extrajo las vísceras del anfibio y las convirtió en un puñado de cenizas que depositó en un cuenco con otros polvos destinados para el objetivo previsto.


La hechicera salió de la cabaña, arrastrando la pierna afectada, cuando el sol estaba a pocas horas de ponerse tras el horizonte. Los que la vieron salir en dirección a las Ruinas, a las altas montañas, con la redoma de perfumes colgando de la misma mano que la camándula, rezaron un Padrenuestro. Nadie que apreciara su vida iba por aquellos parajes. Los que lo habían intentado nunca volvieron. Pero Maía parecía inmune a los malos presagios. Muchos le temían en silencio.

Después de casi tres horas de caminata, cuando llegó a la cima de la montaña más alta, miró hacia el Valle. Sólo el humo de las chimeneas que se alzaba como queriendo alcanzar el cielo, daba muestra de la existencia del pueblo entre las brumas de la tarde que se extinguía.

La hechicera asintió con la cabeza como si se entendiera con alguna entidad invisible que flotara ante sus ojos. Penetró en las Ruinas y se detuvo en el sitio indicado. Sabiéndose la única humana por esos lares, sacó de su morral el cuenco repleto de cenizas y otros polvos, y los esparció con su huesuda mano hacia el gran Dolmen. Al instante, la estructura pétrea crujió, con un lamento de siglos, deslizándose sobre sí misma hasta dejar una abertura en el suelo que conducía a una puerta de roble antiguo. Maía tomó al felino por el cuello y lo colocó sobre la cerradura clausurada por una tozudez de años. Comenzó a entonar un cántico ininteligible que se confundía con el rugido del viento. Entonces, el gato fue perdiendo consistencia hasta volverse un humo –denso y oscuro- que reptó a través de la puerta liberándola del cerrojo.

La hechicera sonrió.

Cuando al fin liberó la entrada, dos Drocornios, envueltos en un aura luminosa, salieron de las profundidades del subsuelo entre una emanación de gases sutiles. Dos corceles, hembra y macho, bastarían para la perpetuación de la especie, pensó Maía mientras volvía a clausurar la puerta. El gato, a su lado, materializado de nuevo, se le enroscó en los pies al tiempo que emitía un maullido. Al instante, se fue transformando en un hombre de mediana edad de complexión robusta y fuerte que se contorsionaba en el suelo. Maía le lanzó una muda de ropa que llevaba en el morral para que cubriera su desnudez.

—¡Amma! —dijo Ougust como esperando este momento.
—Justo a tiempo, mi querido Ougust, justo a tiempo —dijo abrazándolo.

La vieja vio a los Drocornios alejarse, en espléndido trote, por la llanura de Calíghuly. Al paso de los mismos florecían las hierbas quemadas y mustias por el frío, los árboles parían frutos de una apariencia edénica y la naturaleza parecía despertar de un profundo letargo. Maía observó su pierna ya libre de las llagas. Sabía -porque así estaba escrito- que luego de liberar a los Drocornios en Calíghuly los paralíticos caminarían de nuevo, los ciegos recuperarían la visión y los muertos volverían a levantarse.

Luego, tomó rumbo norte, acompañada de Ougust, mientras cantaba:

Viento, la niña está naciendo…
Ya viene la jineta, ya viene
los Drocornios están sueltos,
ya viene Ashanti, La Gathera...


Martha Jacqueline Iglesias Herrera
De la novela en proceso de reescritura: El Engastador

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