La canoa encalló a orillas del
Akawa.
Con las piernas sumergidas en
aguas fangosas que empujaban consigo los rastrojos, Pelé, buscando hacer
silencio, se echó el fardo al hombro mientras trataba de vencer la corriente
poco apacible del río. A menos de un kilómetro se escuchaban disparos y el
tumulto de voces de los carabineros. Luego de mirar el monte por segunda vez,
de este a oeste, decidió seguir el rastro de la columnata de humo que divisaba
en sentido contrario al de los hombres que avanzaban por el arenal.
Te será concedido conocer al viejo
jefe.
Y allí estaba, antes de lo
previsto. Con paso decidido fue cubriendo las huellas con la harina de huesos
del quichara. Un trecho más allá, por donde unos pájaros grises pasaban
graznando, tuvo que avanzar, peor que ciego, por la repentina cerrazón de los
árboles de troncos enmohecidos que cortaban el paso.
Justo a la salida del sendero,
forzado a ser noche vieja, y ensanchado por lo que fuera un afluente del Akawa,
divisó el nuevo bahareque de la doña.
Había llegado tarde. El caserío
estaba quieto. Se edificaban en él pequeños llantos, la infancia de una
tristeza sobre el poblado ganado por la esperanza rota. Katawa se había ido. La
realidad posible había muerto con ella. En la cuna, chiquito, sin nombre aun
yacía el recién nacido.
Te será dado el cielo que
construye el bienestar del tiempo de hoy y de mañana, dijo el cauchero a la vez
que lo alzaba en sus brazos.
Este niño
es como un arca. En él viven las voces de los mundos de hoy y de los que no han
llegado todavía. Los colores que no mueren jamás cruzan por la mirada que
abraza lo natural de estas tierras cuyo espíritu crece venciendo el cansancio,
el miedo y la fatiga. Los sonidos todos, los que el hombre no escucha más y son
irrepetibles. El retrato de la memoria de su viaje y de las calmas que vuelan
la espesura. En él se renovará el trozo de agua limpia que esconde la puerta de
todos los prodigios.
Te llamarás Hohuaté.
Y tuya será la vida.
Martha Jacqueline
Del libro de Visiones: Wenu Kushe
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