Cuando la noche de aquel treinta y uno
de octubre, víspera del Día de Todos los Santos, Trinitaria cruzó como alma que
lleva el diablo por la entrada de Santa Roche, oliendo a alcanfor y a polvo de
especias, con el fardo de trastos religiosos amarrado a la espalda y con la
redoma de perfumes colgando de la misma mano que la camándula; hasta algún que
otro escéptico, dándole la mala espina de verla por aquellos parajes y a tan
altas horas- persignándose a discreción- rezó un Padrenuestro.
Tú Patrocinia, quedaste prácticamente muda
como si todo el ánimo te lo hubiese congelado el espanto; y tú Cabrales, te
encontraste de frente con el alma sombra, más ya no temes quedar rengo, o
ciego, o loco; solo tú Serapio, sigues vagando como alma en pena, cabreado por
los rincones y escupiendo pullas, como si la niña Santa hubiera tenido culpa o
mereciera tales improperios. Acaso cuando partiste, ¿sus lágrimas no te
conmovieron? Tú nunca fuiste santo de su devoción y sin embargo, casi pierde el
respiro de tanto soplo sobre tu cabeza y de tanta vuelta de herradura para
perderte el rastro. ¡Total! Eras solo eso: un metro y medio de pellejo cetrino
por el que clamaba tu tumba. Patrocinia y Cabrales fueron testigos de que te
luchó con uñas y dientes, asperjándote agua bendita entre cantos y recitativos
para impedir la concreción de cualquier daño. ¡Serás ingrato! Pero tu aojadura
ya no tiene efecto, al menos sobre ella, que no tiene la necesidad de
prevenirla con azabaches o ropa roja. Por esa mala cabeza terminaste con pinta
de sapo. ¡Sabrá Dios que tanto mal hiciste que se te revirtió! ¡Si ella hubiera
sabido de qué pata cojeabas! Apuesto a que lo sabía, pero su corazón es grande
y su alma limpia; no como la tuya, llena de larvas inexplicables. Tanto tú como
esos otros santurrones deberían besar el suelo donde pisa. ¡Hasta el padre
Nacianceno ha temblado al verla! ¿Ves? Ahora es la Santa y no la pequeña hereje
que ardería en el infierno. Tú Patrocinia, sabes adonde se dirige y no puedes
hacer nada para impedirlo. El camino está hecho y el pasado vuelve a rastras
sobre sus pies. Como aquellos inexplicables gritos y visiones que le vinieron
luego del desenterramiento aquel, ¿recuerdas? Allí mismito nació el majá de dos
cabezas con el que la niña reptó hasta encontrar el primer ocultamiento. Aquel
engendro de la naturaleza anduvo siempre idiotizado y sin rumbo; pero, en
cierto modo, le valió para aplacar su tristeza. Ella logró recuperar la tierra
que tenía la huella de Serapio, con la que habían cubierto el cadáver de Antioqueno.
¡Pobre infeliz! Acababa de morir y su cuerpo ni tenía la tibieza del trance.
Entre trago y trago se enfrió de golpe; pero, a fin de cuentas, ¿qué iba a
hacer? Si su mujer había muerto de un mangazo en la cabeza y no tenía más
familia, prefirió nublarse la razón secándose de a poco las entrañas. Después
de aquello comenzaron a pasar cosas raras. Primero vino lo del alumbramiento
ovíparo de Charo, la joven amante del doctor Juliano Galvis; que, según las
malas lenguas, en lugar de una criatura parió un huevo enorme de cinco kilos y
medio: con pintas, plumas, rabo y todo. Tal impresión no la mató del susto como
hubiera deseado; pero sí la dejó muda, tísica y en su sano juicio para que
pudiera sufrir las sacudidas de sus visiones. Al poco tiempo ocurrió lo de
Jubilado Pegrullo, el propietario de la hospedería “El Áncora”, que de la noche
a la mañana se derrengó, quedó medio cojo y con las rodillas en forma de cabeza
de guarro. ¡Y qué decir de los Basulto! Allí sí que pagaron los justos por el
pecador. El castigo del hombre cayó sobre la cabeza de sus hijos. Doña Sidonia
no merecía tal desgracia, pero hasta a ella le tocó purgar las culpas del
marido. Con todo, lo peor vino después, cuando vimos a la tierra chuparse de un
tirón el agua, dejando los embalses vacíos y los pozos secos; que al cabo,
quedaron sepultados al paso de la tormenta de polvo que hostigó por cinco días
entoldándolo todo. Luego nos fuimos yendo todos, poco a poco, a pesar de su
rezo, la cruz y el rosario. Hasta el majá desapareció como reservorio de daño y
a la postre, supimos que explotó como un siquitraque.
Martha Jacqueline