Apenas podía nadar. La sensación de
asfixia se ahogaba en su garganta y la debilidad de su cuerpo tras prolongado
ayuno fulminaba la posibilidad de ulteriores esperanzas. Había logrado escapar
de aquella isla donde la luz del día, tras las rejas de la cárcel, era un lujo
apenas inaccesible.
Breve fue el intervalo de tiempo
transcurrido entre su detención y el momento de su traslado a la prisión de
Hades, nombre adoptado popularmente debido a la imposibilidad de los reclusos
de salir con vida de la oscuridad y matanza que aguardaban dentro de sus
infranqueables muros.
Al parecer, era la única mujer detenida
en el lugar, donde solo los más temidos por el Estado contaban con aquel
privilegio de alojamiento. Estaba allí, acusada de espía, sin la más mínima
posibilidad de salvación. El tiempo se agotaba, así que debía trazar un plan
para poder escapar; y, aunque la idea fuera un proyecto descabellado, realmente
no tenía ya nada que perder y en cambio, mucho para ganar: la vida.
Su astucia había dado al traste con el
febril deseo del carcelero. No fueron pocas las veces, luego de salir del
cuarto de interrogatorio, que vio la lujuria retratada en los ojos de aquel
oficial; así, que no vaciló en invitarlo a que gozara de su cuerpo aquella
noche y, convenciéndole de que trajera un porrón de vino para hacer más
ardiente la velada, puso en juego su treta. Fue así como el hombre, sucumbiendo
ante la embriaguez, quedó completamente turbado de sus facultades y con un
sólido golpe en la cabeza, que ella se agenció para propinarle con uno de los
tubos del respaldar del camastro de la celda. Hurtándole las llaves del
bolsillo del pantalón, abrió la reja y, corriendo por uno de los pasillos
laterales, avistó una pequeña ventana que daba al mar y cuyo angosto paso no
ofreció resistencia debido a la delgadez y poca altura de su cuerpo. Sin
pensarlo siquiera saltó los casi cinco metros que la separaban de la aquella
negrura pálidamente iluminada por un cuarto de luna.
Y allí estaba, sumergida en medio de la
nada; tratando de devorar con débiles brazadas los metros que la separaban de
una orilla que, si bien era escasamente visible, veía pincelada con los matices
de la libertad.
La suerte estaba echada. Ahora solo
repetía mentalmente: “¡Quién me diese
alas como de paloma! Volaría yo, y descansaría. Ciertamente huiría lejos…”.
Pero su extenuación alcanzaba el punto crítico donde daba lugar a la
inconsciencia, justo cuando se estrenaban las primeras luces del amanecer.
Fue acogida por la orilla de una playa
casi desértica, y recogida por un grupo de pescadores. Despertó al cabo de
varias horas importunada por un haz de luz filtrado por el orificio de la
ventana. Luego de incorporarse con dificultad, echó una ojeada alrededor y
escuchó voces que venían desde afuera. Por la rendija de la puerta vio un grupo
de hombres que conversaban, recostados al tronco de un árbol ya caído. Uno de
ellos, luego de consultar el reloj, se dirigió a su encuentro.
—Pensé que todavía no despertaría —le dijo
luego de abrir la puerta y verla parada en la ventana.
—No crea, todavía estoy muy cansada —respondió
y, sentándose en la punta de la cama, preguntó: —¿Dónde estoy?
—Es un lugar seguro. Aquí estará bien y
podrá quedarse el tiempo que exija su recuperación —y haciendo una breve pausa
continuó—. Disculpe que sea inoportuno, pero debo hacerle unas preguntas que no
puedo posponer.
—Comprendo, usted dirá.
—Unos amigos la encontraron a la orilla de la
playa totalmente inconsciente… y debido a lo incomunicado del lugar y por
supuesto, a la presencia de esas heridas y moretones por casi todo su cuerpo,
podría deducir que viene de la prisión de Hades.
—Pues… no lo sé. Recuerdo que era como una
pequeña isla.
—Exactamente. Ahora bien, lo que me gustaría
saber es qué hacía en ese lugar y, sobre todo, cómo pudo escapar; pues, créame,
nadie lo ha logrado, al menos, hasta el momento.
—Logré seducir al carcelero.
— ¿Así de fácil?
—Bueno… visto de esa forma…
— ¿Y su arresto?
—Fui arrestada bajo el cargo de espía.
— ¿Lo es? —preguntó y se quedó mirándola
fijamente.
—Por supuesto que no, nada tengo que ver con
la política.
—En los tiempos que vivimos creo que es algo
difícil mantenerse al margen —dijo y, haciendo una breve pausa, preguntó: —Entonces,
¿cuáles fueron los basamentos para una acusación tan grave?
—Un conocido de mi padre, que frecuentaba la
casa antes de su muerte, fue detenido unas semanas antes que yo y, al parecer,
las torturas pudieron más que su silencio. Según dijeron los oficiales confesó
los nombres de todos sus enlaces con la resistencia y le ocuparon algunos
documentos clasificados del archivo de la oficina donde trabajaba.
— ¡Ah! Un delator… ¿Y acaso dijo tu nombre?
—No. Pero como lo habían estado siguiendo
desde hacía meses, nuestra casa aparecía en varias de las fotos que le habían
tomado, y yo trabajaba además en la misma oficina…
—Entonces, aparte de ser un conocido de tu
padre, también tenías una relación directa con él.
—Era mi jefe. Pero yo nada tenía que ver con
sus asuntos. Nuestro único vínculo fue que me consiguió el empleo.
— ¿Nunca notaste nada extraño?
—Nunca sospeché nada. Solo me limitaba a
hacer mi trabajo.
— ¿Dónde vives?
—En Caen.
—No queda lejos. ¿Cómo te llamas?
—Josephine.
—Bien Josephine, mi nombre es Claude. Ahora
te dejo para que descanses. Encima de la mesa hay pan y leche por si tienes
hambre. Puedes quedarte el tiempo que desees.
—Gracias —murmuró con una leve sonrisa como
muestra de agradecimiento.
Lo vio incorporarse otra vez al grupo.
Luego de desayunar volvió a dormirse.
No lo volvió a ver hasta pasada dos
semanas. Claude antes de irse le había dejado a uno de los hombres del grupo
para lo que necesitara. A su regreso ya Josephine estaba recuperada
prácticamente.
—Me alegro de que ya se sienta mejor —dijo
Claude.
—Sí, al menos ya no me encuentro tan
adolorida. Pensé que usted no volvería.
—Tuve que resolver unos asuntos y de paso
ratificar su historia.
— ¡Ah! Comprendo.
—Josephine, por ahora será mejor que no
vuelva a su casa. Está vigilada y su foto anda circulando por toda la ciudad.
—No tengo otro lugar adónde ir.
—No se preocupe. Hoy mismo nos trasladamos a
una cabaña a unos cuantos kilómetros.
— ¿Supo algo de Pierre?
—El traidor ha sido llevado a una prisión de
máxima seguridad con otros cuantos detenidos.
—Lamento las molestias que le estoy
ocasionando.
—No es ninguna molestia. Ahora, debemos
irnos.
Se trasladaron a una cabaña en el campo
cuya vecindad se limitaba a unas cuantas casas aisladas de campesinos. Al cabo
de tres meses el acercamiento de ambos era cada día más inevitable. Claude
viajaba a la ciudad tres o cuatro veces por semana a asuntos de negocios,
mientras Josephine vivía una vida tranquila en espera del momento oportuno para
regresar sin tener que esconderse. Todos los días, apenas bajaba el sol, iba a
bañarse al río.
Una tarde, él regresó antes de lo
acostumbrado. Al no encontrarla en la cabaña decidió ir a buscarla. Apenas lo
separaban tres metros de la orilla cuando vio a Josephine salir del agua
completamente desnuda. Un acto involuntario lo hizo detenerse bajo la sombra de
unos arbustos a contemplarla. Claude quedó paralizado. Sus ojos recorrieron
cada línea de su cuerpo mientras ella, ignorando que era observada, escurría el
agua de sus cabellos rubios y se ponía el vestido lentamente. Un mal paso de
Claude la hizo sobresaltarse y mirar en su dirección. Él se sintió descubierto
y caminó hacia ella.
— ¿Hace cuánto estás ahí? —le preguntó
nerviosa.
—Apenas acabo de llegar. Ya está
oscureciendo, por eso vine a buscarte —respondió acercándose a ella al tiempo
que percibía su aroma fresco, olor a hierba húmeda.
Claude no permitió el más mínimo espacio
entre los dos. Quedaron mirándose sin prisa, intercambiando el soplo de alientos
entrecortados. No hicieron falta palabras. Hacía tiempo todo estaba dicho.
Asiéndola contra sí comenzó a besarla. Ella no opuso resistencia, le respondió
con la misma pasión que los hizo amarse entre las luces y sombras de una tarde
casi extinguida, una y otra vez.
Regresaron avanzada la noche. Mientras
caminaban por un corte de camino divisaron una llama errática que emergía del
suelo. Josephine se asustó.
—Siempre he temido a esas cosas
inexplicables —dijo abrazándolo.
—No temas. Son solo espíritus.
— ¿Hay muertos por aquí? —preguntó abriendo
los ojos.
—Hay un pequeño cementerio al otro lado —respondió
sonriendo.
—No lo sabía.
—Solo lo utilizan las personas de por aquí.
Pero no te preocupes, todo está bien. Desconocía tu temor hacia los muertos.
—A los vivos se matan, pero a los muertos… —interrumpió
la frase al notar el asombrado rostro de Claude.
— ¿Has matado alguna vez? —cuestionó
atónito.
—Vamos Claude, fue solo un decir —luego
preguntó—: ¿Y de dónde imaginas que son esos espíritus?
—Siempre he pensado que la muerte es como un
sueño. Es el vuelo de almas que no han encontrado el camino de regreso —contestó
más tranquilo.
—O sea, para ti la muerte es el volar
infinito de las almas.
—Exacto.
— ¿Y cómo sabes que no son malignos esos
espíritus?
—Por el color de su luz.
—Prefería cambiar la conversación; de todos
modos, no podemos devolverles el camino perdido.
—Sí, es una pena. Sobre todo, cuando se
trata del extravío de alguien que amamos.
Dos meses bastaron para que vivieran el
romance más hermoso de sus vidas. Pero una mañana Josephine se fue sin decirle
una palabra. Solo una nota quedó encima de la almohada.
“Mi cuerpo físico se aleja, pero mi alma
permanecerá siempre contigo”.
Claude no entendió nada. ¿Adónde se
alejaba? ¿Sería para siempre? ¿Qué había sucedido? No pudo encontrar respuestas
a ninguna de sus interrogantes, ni en su mente, ni en la casa de la ciudad
donde Josephine nunca regresó. Aquella nota la llevaba siempre consigo y no
hubo una mañana que al leerla sintiera que hubiera olvidado a aquella mujer, la
más amada de toda su vida.
Al cabo de cuatro meses Claude fue
detenido junto con otros diez hombres. Otra vez la delación era la causa
principal de los arrestos. Fue conducido a la prisión de Hades. Sabía que se
acercaba su final. Una vez allí, su muerte era inevitable.
—Jacques de La Rose Villon —leyó el oficial
sentado frente a él. Tras una pausa continuó: —Máximo líder de la resistencia,
regresó clandestinamente al país hace exactamente nueve meses con documentación
falsa. ¿Tiene algo que decir a su favor? — le preguntó en tono sarcástico.
Tras unos minutos de silencio prosiguió
el oficial.
—Tengo que reconocer que ha sido una espina
difícil de sacar; pero ahora, tenemos pruebas contundentes de su activa
participación como miembro y líder de la oposición.
Marcando un número de teléfono dijo:
— ¿Archivo? ¿Ya llegó el teniente Weiss?
Indíquele que se presente inmediatamente y entréguele los documentos
correspondientes a “De la Rose” obtenidos hace una hora.
Luego de unos minutos se abrió la
puerta.
—Aquí está la documentación —se oyó una voz.
El oficial poniéndose de pie dijo:
—Le presento al teniente Michelle Weiss,
encargada de nuestro servicio secreto.
El general comenzó a revisar la
documentación recién traída, mientras dos, quedaban estupefactos en aquel
salón.
— ¡Claude! —musitó Josephine.
—Puede proceder al interrogatorio teniente
Weiss —dijo el general.
El timbre del teléfono irrumpió inesperadamente.
—Me solicitan en la central. Enseguida
vuelvo. Puede empezar sin mí, teniente —y diciendo esto salió.
— ¡Eres una nazi! —exclamó Claude con
sorpresa y furia a la vez.
—No sabía… te juro que no sabía que eras tú
el líder de la resistencia —dijo la mujer dejándose caer sobre el asiento.
— ¿Cómo he podido? Ahora entiendo. Todo fue
preparado, lo de tu detención, lo de tu huida. ¡Maldita! ¡Cómo no pude darme
cuenta! ¡Espía! ¡Mil veces maldita! —le decía coléricamente entre dientes.
—Claude…
—Mi nombre para usted es Jacques de La Rose
Villon, máximo líder de la resistencia —la interrumpió con resolución.
— ¡Calla! No confieses, te matarán.
—Ya basta de juegos teniente y respete el
uniforme que lleva. Enfrente al menos las consecuencias de sus actos con
dignidad y del bando al que pertenece por elección.
—Nunca vi tu foto. Lo teníamos todo menos al
líder. Hasta tu nombre…
—Como el suyo, teniente Weiss.
Giró el picaporte y volvió a aparecer el
general.
— ¿Y bien? ¿Confesó el detenido?
—Estaba esperándolo para que sea testigo de
mi declaración —dijo Claude con firmeza.
— ¡Ah! Pero qué bien, por fin escucho su
voz. Empecemos —dijo mientras pulsaba la tecla de grabación.
—Mi nombre es Jacques de La Rose Villon. Soy
el máximo líder de la resistencia. Lucho y lucharé sin arrepentimiento ayer,
hoy y todos los días de mi vida por la libertad de mi patria, a favor de ella y
en contra de quien quiera arrebatarle el derecho de su independencia. Y aún si
lograra aniquilar el yugo que la oprime, me enlistaría como voluntario para
combatir las huellas del fascismo, hasta aniquilar a todos y a cada uno de sus
miembros…
Josephine escuchaba aquella declaración
que estaba siendo grabada. Nada nunca la había detenido. Por seguir sus
convicciones había sido capaz de todo, hasta de torturar y matar cuando era
necesario. Pero ahora, el miedo de perderlo por segunda vez y para siempre la
horrorizaba. Era el juego del destino. Él no podía imaginar cuánto dolor le
había causado dejarle. Ella sospechaba de sus sentimientos revolucionarios,
pero nunca pensó que fuera el hombre más temido y buscado por su partido. Hasta
de ella supo ocultar el débil hilo de su identidad, tal vez para protegerla de
sus convicciones políticas o siguiendo su intuición. Ahora, el desprecio de sus
ojos la desgarraba inevitablemente. Ambos sabían que ahora su ejecución sería
inmediata. Pero Claude no calló. Excepto el nombre de sus contactos confesó
toda su participación sin negar ni un hecho y terminó diciendo.
—… sé que me espera la muerte. Pero también
sé que muy pronto mi patria será libre. Mi pueblo jamás perderá el camino hacia
su libertad.
—Un discurso muy heroico Jacques, pero tiene
usted toda la razón. Pronto morirá, para ser más exacto, dentro de media hora.
Y en cuanto a su pueblo, eso todavía está por verse. Lástima que no estará aquí
para ver —afirmó mirando su reloj y dirigiéndose a Josephine le dijo: Teniente,
disponga todo para la ejecución.
—Con su permiso general.
Claude la vio alejarse. No le preocupaba
su muerte. Ya estaba muerto. Solo quedaba su cuerpo físico. Sabía que de todos
modos sería ejecutado, pero la presencia de Josephine lo fulminó de golpe.
Fue conducido a una celda hasta que
llegara el momento de ser fusilado. Ella dispondría su muerte dos veces:
primero la de su alma y ahora la de su cuerpo. Y empezó a orar: “Señor, estoy a punto de morir. ¡Dame vida
conforme a tu promesa! Estoy ahogado en lágrimas de dolor. ¡Mantenme firme
conforme a tu promesa!”
Llegó la hora indicada. Fue conducido al
patio de la prisión. Josephine estaba parada al lado del capitán, a un costado
del pelotón de fusilamiento. ¡Cuánto la había amado! Aún en esos últimos
minutos no comprendía por qué el destino los dispuso en caminos tan diferentes.
No pudo odiarla y esto, ponía al límite su impotencia. Incluso, aunque fuera
capaz de matarla, la amaría por siempre.
Se oyó la voz indicando el apunte de las
armas y, justo cuando se dio la orden de fuego, Josephine corrió hacia él
protegiéndolo de las balas. Por un instante quedó abrazada a él y solo alcanzó
a decirle:
—Mi alma estará siempre contigo. Lo siento…
Claude la vio caer al piso. No tuvo
tiempo de llorar su pérdida. Una segunda ráfaga se proyectó hacia él y también
cayó sobre una superficie ya ensangrentada. Su rostro, justo al frente del de Josephine,
divisó sus ojos, ya sin vida. Y pensó: “Señor, me has devuelto la vida conforme a
tu promesa. Ahora concédeme que en el camino ya a punto de perderse… las luces
de nuestras almas vuelen juntas.” ~
Martha
Jacqueline