Con
lágrimas en los ojos y arrodillada entre las cenizas, Marie Kovasky trataba de
rescatar la frase retenida en su memoria. La transitoriedad de un gentío se
aglomeraba en torno a ella. Todos observaban atónitos las llamas casi
extinguidas que en cuestión de pocas horas habían devorado prácticamente en su
totalidad la estructura de aquel edificio de cuyas estrictas formas clásicas,
ahora, solo quedaba el recuerdo. Advertía, a lo lejos, las murmuraciones de los
allí presentes, muchos de los cuales sabía que solo se habían acercado para
satisfacer una curiosidad desconocedora de límites, y para tener un tema a la
hora de las tertulias vespertinas que, avivadas por lenguas inconscientes,
causarían un siniestro mayor que el ocurrido.
Nada le
había quedado. Sus pocas pertenencias se habían transfigurado en polvo. Todos
fueron alejándose poco a poco, en la misma medida que el suceso dejaba de ser
una novedad. Un silencio sepulcral fue adueñándose del lugar. El ruido de unos
pasos a sus espaldas fue captado por su subconsciente, mientras su mente,
desentendida del mundo exterior, ya no daba crédito a su propia existencia.
—Vamos
hija, levántate. No hay marcha atrás cuando todo queda reducido a cenizas —oyó
que alguien le decía.
Se
volteó y alzando los ojos en un gesto involuntario advirtió la encorvada figura
de un anciano que, con gesto decidido, le extendía su mano. Marie entrecerró
los ojos. Las luces del atardecer se proyectaban desde las espaldas del viejo
cuyo contorno resplandeciente simulaba una aparición divina.
—Como el
ave Fénix renaces hoy. Lo perdido no es más que el comienzo. Nada de lo que fue
volverá a ser porque lo que es, no es más que lo que acontecerá —le dijo
mirándola fijamente.
—No
entiendo lo que quiere decir —manifestó confundida.
—Entenderás.
Las respuestas a tus interrogantes están en las soluciones de las dificultades
que se avecinan.
—¿Qué
más podría suceder? Se ha perdido todo —expresó angustiada.
—Has
sobrevivido. Debes entender que mientras exista vida, respira la fe. No puedes
permitir que tu aflicción de una noche provoque un lloro que te impida ver la
luz del resto de los días.
—¿Quién
es usted señor?
—Soy
Tula. El señor de los caminos.
—¿Puede
decirme acaso adónde conduce el mío? —preguntó incrédula.
—Tu
camino conduce a tierras lejanas donde comenzarás una nueva vida. No tendrás
que trabajar por alimento, pues todas las necesidades te serán satisfechas
conforme a tu desvelo.
—Me
gustaría tanto entenderle… pero, si todo lo que dice es cierto, puede decirme
acaso, ¿cuándo he de morir?
—Nunca
morirás.
—Eso es
imposible; nadie es inmortal.
—¿Eso
crees? Cuestión es, de puntos de vista. Tu espíritu quedará prendido del velo
de la tierra por siempre. Generaciones tras generaciones inevitablemente te
conocerán.
—Pero
señor… —su frase quedó interrumpida.
Tula
había desaparecido. Por un momento quedó desconcertada. ¿Había perdido el
raciocinio o acaso era ese anciano el que estaba fuera de su juicio? Marie dio
un paso hacia adelante, el primero que la alejaba del lugar, y recordó lo que
continuaba a la frase retenida en su memoria: “Una vez derramadas las copas del mal…”, luego echó a correr y de
golpe vinieron las palabras a su mente completando la idea evocada:
“Los ángeles de la salvación fueron
distraídos por el demonio. Una vez derramadas las copas del mal de nada vale
intentar volverlas a su sitio, porque el juicio vota a favor de concentrarnos
en tratar de salvar… lo aún no perdido”.
Martha Jacqueline