viernes, 10 de septiembre de 2021

Meriba




        Dicen que llegó con el circo, entre el fandango de trapecistas, malabaristas, animales amaestrados, funambulistas y payasos; pero yo sé que es mentira. Él nunca pudo ser parte de ese recinto desmontable que huele a riesgo, a frenética ingratitud y gesto elaborado. No, yo sé que el vino con la lluvia, entre el paso apurado del reflejo y la opacidad gris de la mañana. Ciertamente, visto desde afuera, enfundado en sus ropas de hombre, cualquiera podría confundirlo con un simple mortal que calza zapatos salpicados de barro. Pero él era un golpazo al deslustro de los días, una dentellada al germen solitario y hostil de la insatisfacción, una bocanada radiante con que absorber el mundo. Un receptor mediocre, quizá, al verlo templar las cuerdas de la risa, del equilibrio, la magia, podría alimentar su fantasía de ilegítima satisfacción y odioso entusiasmo; porque no le sería dado a entender que él era la risa, el equilibrio, la magia… una taracea de misterios que hacía arder el misterio, una suma de silencios que endemoniaba el silencio aflorando lo mediocre y común de su mutismo. Él era la contradicción a lo doméstico, a la férrea disciplina, a lo natural. No creía en la testarudez de la palabra, la husmeaba y olfateaba con recelo: “esa cáscara trivial que oculta el justo sentido de las cosas”. Por eso nunca tuvo nombre, al menos, ninguno que supiera mi boca. Ni falta que le hacía. Bastaba con nombrarlo: mío.

Lo conocí un día de Marzo, agazapada en el ridículo abandono de mi rutina. Una silla en la mesa de un rincón de la cafetería “El Astro”, que mi diurnalidad había destacado como propia, reservaba la hora 10 de mis mañanas. Siempre supuse que algo de animal debía de tener mi soledad; quizá, aquella cruel excitación de habitarme hasta los huesos le hacía segregar alguna feromona para marcarme un territorio, siempre dispuesto y raras veces ocupado, pero que de no estar disponible entraba en conflicto con el resto de mi día. Algo me había vuelto un ser diurno, casi metódico y predecible. Padecía de ciudad y solo podía enfrentarla desde aquella silla, detrás de aquel cristal bien alimentado de imágenes e impecablemente lustrado. Ciertas cosas lograban contrariarme por momentos. Tal era el caso de aquel café que siempre me llegaba frío; y que nada en mí lograba calentarlo, al menos, para que alguna vez supiera a primer café de la mañana. Disfrutaba casi con devoción el pequeño ritual de su metamorfosis; el solo hecho de la abertura del paquete, allá, detrás del mostrador, ponía en alerta mis sentidos a la fragancia de su polvo; luego, casi con aplaudido entusiasmo, me preparaba para el aroma de la infusión que observaba servir, con solemne disposición, en la taza de porcelana. Alcanzaba a padecer el humo, deliciosamente visible y largo en su verticalidad. Sin embargo, sorberlo era como besar un témpano de hielo. Igual nunca lo bebí, no me gustaba el café; por eso, al final, siempre lo dejaba allí, sobre la mesa. Pero aquella mañana, alguien llegado antes que yo, había pedido el último disponible y ocupado mi silla. ¿Quién me había robado mi lugar en el mundo? Nada menos que un hombre. Un hombre que vestía ropas de hombre y calzaba zapatos salpicados de barro.

A fin de cuentas, no importa cómo llegó,
sino que estuvo ahí.

Cortar y coser. El tiempo había sido aquel telar donde se tejieron mis años: mi vida fue la urdimbre, la fábrica la trama. Toda –yo- ese tejido andante que nunca imaginó llegar a los cincuenta uniendo piezas de tela todavía. Meriba, pero si no sabes hacer otra cosa. Fuiste marcada por la culpa, las culpas de otros te habitan porque se te confiesan desde la inconformidad. Y tú vistes la ciudad, y ella te mal paga llenándote de horror, volviéndote insegura entre sus ruidos de claxon y su venalidad de concreto. Por eso te refugiaste en un ruido mayor. Un gran ruido puede ser un gran silencio si deseas apagar otro ruido. Así silenciaste el afuera, mientras te entallabas la otra realidad, la que prestidigitaba tus manos para vestir a los del otro lado. Cada ropa que salía de ti, llevaba estampada la marca de tu alma. Te cargaban de morbo ciertas prendas, tratando de imaginar el olor y la forma de los cuerpos que las llenarían. Y hasta les dabas nombres, bellos, con sentido. Toda tú eras una renuncia; excepto entre los alaridos de las máquinas. Allí eras incapaz de sentir miedo porque el deslugar de los otros le abría espacio a tu lugar. Y de repente, te sorprendes pensando en los zapatos salpicados de barro, cortando y cosiendo solo para el hombre que viste ropas de hombre. Empiezas a sentir en tu sitio de siempre una inquietud amenazante. Te dices al pensarlo: eso es cosa de mujeres. Pero algo te hace rechazar esa suerte de topo y mirar después de tantos años el reloj de la entrada. Ahora tus ojos acarician con delirio un vestido, cualquiera, y solo puedes imaginar la forma de tu cuerpo llenándolo. El afuera casi te sonríe, por primera vez.

Pertenecía al no lugar, al encanto de la espera,
al desasosiego de su llegada.
Portaba un estandarte libre de promesas,
de signos, de imágenes.

Cierta visitación en tu interior, te ayuda a llevar el paso. De pronto, te das cuenta de que no arrastras los pies. Has trabajado doble jornada y, sin embargo, te habita una ligereza de pájaro. Casi que podrías trinar si lo intentas. Por eso hoy, precisamente, no irás a “El Astro” caminando. Podrías llegar muy rápido y el objetivo es llegar después. Tú, tan vacía de roces, esperas entre la multitud la ruta 15. Sabes Meriba, que da muchas vueltas; que se pierde entre las callejas del barrio viejo y puede ser peligroso. Que te hace padecer de vértigo y que odias el paisaje que te ofrecen sus ventanillas. Pero tus ojos se abren, buscan, adquieren un brillo impropio sin motivo. El sol de la mañana ha dejado el asiento tibio y te acomodas casi con regocijo. Miras la gente como si las vieras por primera vez. Hurgas sus rostros con extrañeza, de frente, sin bajar los párpados. Como si fueras tan humana como ellos. Das una, dos, tres vueltas desde la parada cabecera hasta la final. Bajan y suben gentes. Pero sigues ahí, sentada, gastando el tiempo para llegar después. Al fin, algo te dice que ya es hora. Y como quien abandona un tiovivo, te quedas calma unos segundos para lograr el asiento de tu espíritu. Aspiras la mañana. Ensayas la cara que pondrás en las vidrieras del camino hasta empañarlas con tu aliento. Observas tu figura en el reflejo, te yergues, te ladeas y contienes el aire a modo de afinarte un poco la cintura. Pero no te resulta. Meriba, no es aire lo que te sobra, son años. Y cuando vas a entristecerte, la vitrina te devuelve el reflejo de “El Astro” en la acera de enfrente. Has llegado y ni te diste cuenta. Cruzas distraídamente como si, precisamente hoy, nada te importara. A tu entrada suenan las campanillas y miras de reojo tu silla vacía. Tu lugar en el mundo nadie te lo ha quitado. Entonces te sientas con el cuerpo pesado de dos jornadas, en cualquier otra silla, menos en esa. ●

Martha Jacqueline Iglesias Herrera
Del libro: "El muriente de Lupi y otros cuentos".