jueves, 15 de marzo de 2012

LOS 360 MINUTOS DE GUSTAVO CABERNET


Publicado por Editorial Dunken en la compilación de cuentos breves presentados en la Feria Internacional del Libro Argentina-2008.



   Si ella se llamara Sara, no hubiera hecho de hoy, un día atípico en mi calendario. Entonces yo, Gustavo Cabernet, a solo cinco minutos para la hora en punto, no sabría que en la inmediatez de los próximos segundos (a pesar de lo apremiante de las circunstancias y de la peculiaridad del contexto) estaré profundamente arrepentido, por no decir, liquidado.
     Para cuando me dé cuenta, ya se habrán consumido los 360 minutos de mi oportunidad; esto, claro está, tomando como minuto cero, el de mi cruce por la línea amarilla de la entrada principal de esta terminal: la raya fronteriza entre los que se van y los que se quedan. Yo, por supuesto, me voy. Siempre he sido de los que se marchan, no de los que se detienen. Para un hombre de mi condición, permanecer largos períodos de tiempo en un mismo lugar es incongruente. Las estadías solo acentúan la invalidación del movimiento; eso, sin contar la inconveniencia de los lazos afectivos, en los cuales no creo, y en la derogación por siempre de la libertad personal. Sin embargo, lo acertado de esta resolución, contraviene súbitamente con mis repentinas ansias por el paso del tiempo en el enorme reloj anclado, como yo, en esta sala de espera.
       Si ella se llamara Sara, seguramente no tendría tal gancho. Y como es de suponer, un filósofo como yo, tan diestro en cuanto a materia de la vida y de mujeres se refiere, no le conocería tanto.
       Juntos hemos vivido una gran historia. La he besado mil veces cruzando las distancias, y he amado su cuerpo níveo, su sonrisa de santa; sí, porque la he visto sonreír. Indudablemente siempre sonríe cuando está cerca de mí.
    Pero ahora, pronto caminará hacia la puerta número tres sin tan siquiera mirar atrás y desaparecerá tras la misma; y, a juzgar por lo real de las probabilidades la posibilidad de volver a verla tal vez no ocurra nunca más. En tanto yo, con esta cara de imbécil, la dejaré ir, y quedaré varado un rato más en esta sala de espera; para luego, encaminarme arrepentido hacia la puerta número siete, siguiendo un rumbo completamente distinto al de ella.
    Pero, a fin de cuentas, ¿qué puedo hacer? Soy un filósofo, y un hombre de mi condición es en verdad complejo. Y no porque yo lo diga, que conste; lo dicen aquellos para los que el hecho de conocerme es una retractación a la versión más noble de mi universo. De todos modos, si ella se llamara Sara, no nos habríamos tropezado en el minuto cero, ni la hubiera amado con todas mis fuerzas durante estos 360 minutos, incluso, sin siquiera conocer su nombre. ~

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